Elephant

Masacres

La naturaleza eminentemente contemplativa, la evidente tendencia a la abstracción, la renuencia a explicitar tesis explicativa alguna, de Elephant, han llevado, probablemente, a que prácticamente todos los acercamientos críticos realizados a la película se caractericen por planteamientos marcados por cierta vaguedad impresionista —y además habitualmente repetitivos—, escasamente atentos a analizar los mecanismos de la fascinante puesta en escena que Van Sant formaliza en la película. Señalar el carácter hipnótico de Elephant, describir sus largos travellings siguiendo a los personajes, o las experimentaciones temporales de su narración, no parece suficiente. Elephant no es una película trascendental en el cine de los últimos años, y también de las más hermosas, de una belleza difícil de asir del todo, por esos recursos estilísticos sino por su admirable coherencia interna, por el rigurosísimo trabajo formal que hay detrás de ellos y que la sitúan, en el cine de su tiempo, a la vez como una lúcida reflexión y como un consciente ejercicio de resistencia. Tratemos de verlo.

No es exacto cuando se dice que en el acercamiento al fenómeno de las matanzas en los institutos estadounidenses, Van Sant evita plantear ningún tipo de discurso acerca de la violencia adolescente que ha llevado en numerosas ocasiones a sucesos como el descrito en la película. Van Sant disemina, en este sentido, algunas pistas en el relato. Veamos algunos ejemplos: en algunas de las secuencias dedicadas a los dos asesinos les vemos jugando a un videojuego en que el objetivo es disparar a personas que caminan de espaldas —posteriormente un fugaz plano cuando inician la masacre en el instituto asumirá exactamente la misma perspectiva del videojuego—, comprar por internet armas o cómo ven por televisión un documental sobre el nazismo; comprobamos la desatención de los padres de uno de ellos, a los que ni siquiera se les muestra el rostro en la escena en que aparecen. En fin, algunas de las causas típicas que se suelen esgrimir para explicar tragedias como las de Columbine, la principal referencia extraída de la realidad en la película [1].

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Tampoco el retrato de los alumnos del instituto se sale del estereotipo y de las argumentaciones sociológicas que se suelen ofrecer en estos casos: nos encontramos ante la típica competitividad americana —y de otros lugares, por otra parte—, ante las burlas a los marginados del colegio, los feos y los raros, por parte de sus compañeros más populares, el culto obsesivo al cuerpo,…. Tan sólo John, uno de los escolares, escapa a ese estereotipo, mostrándolo Van Sant como un adolescente responsable, que incluso se encarga de su padre cuando lo encuentra borracho al volante, siendo significativamente el único de los protagonistas que no muere en el tiroteo.

En todo caso, éstas son sugerencias diseminadas por el director a lo largo de la película, con sutileza, formando ellas también parte del puzle incompleto que formaliza la arquitectura narrativa de la película, y evadiendo en ellas los planteamientos simplistas o maniqueos: la primera víctima del tiroteo, por ejemplo, será también una excluida por parte de sus compañeros, una muchacha que es objeto de las mismas burlas que sus victimarios. Estas pistas, pues, están tratadas de una forma igual de fragmentaria que el resto de elementos de la película, desconectados entre ellos, no permitiendo en cualquier caso asentar sobre ellos una explicación tranquilizadora de la tragedia que acaba sobreviniendo, y sin, por lo tanto, apenas disminuir el estremecimiento que provoca lo que, en el fondo, sigue siendo incomprensible.

Con todo ello y no mucho más Van Sant tan sólo habría hecho una película bienintencionada y mediocre. Sin ir más lejos, el propio Van Sant las ha hecho con similares mimbres. Lo importante, sin embargo, no son estos planteamientos de cariz más o menos explicativo —por muy elegantemente que estén expuestos— sino el tratamiento formal que Van Sant les otorga. La película está constituida por dos movimientos antagónicos, la fragmentación temporal y la insistente búsqueda de la continuidad espacial. Elephant está así compuesta en su integridad por largos planos secuencias que, la mayor parte de las veces, se encargan de seguir a los personajes moviéndose por los pasillos y estancias del instituto. Pero narrativamente, la película se caracteriza por la fragmentación temporal, por las intersecciones —a veces en un mismo espacio— de las trayectorias de los diferentes personajes, por los saltos hacia atrás para retomar a un personaje que se había abandonado momentos antes. Lo que no se ha señalado —que yo sepa— es que esa estructura marcada por las intersecciones y los juegos temporales acaba justo en el momento en que se inicia el tiroteo —es decir, en el último tercio de la película—, punto de convergencia de las diferentes historias, que a partir de ese momento estarán unificadas temporalmente y conducidas imperativamente por la violencia que se instaura en el relato, manteniéndose a partir de entonces una linealidad narrativa más tradicional —aunque permanezcan las diferentes perspectivas barajadas por Van Sant a lo largo de toda la película—. Los itinerarios individuales, diferentes según las actividades y propósitos de cada uno de los estudiantes, sustituidos por un único itinerario de huida —para los alumnos— y de persecución —para los asesinos—.

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En la anterior película del director, Gerry (2002), los dos protagonistas vagaban perdidos por el desierto. Pero también andaban perdidos los espectadores de esta historia que, aparentemente, no iba a ningún lado. En palabras de Van Sant, «se trataba de tenerlos alejados del estilo de cine norteamericano moderno». Los también errabundos personajes de Elephant no están perdidos —no al menos como los de Gerry— pero también a ellos, como a los de Gerry, les espera la muerte al final del camino. En esta ocasión se mueven por un espacio laberíntico, pero muy concreto, cotidiano, frente a los grandes espacios, desconocidos y abstractos, de Gerry. Pero lo que las une es que, como en Gerry, Van Sant procura en Elephant mantener alejado al espectador del relato tradicional, e incluso desconcertarlo. Sin embargo, y como hemos visto, el inicio del tiroteo, de la acción violenta, acabará con este tipo de narración tan propia de cierta modernidad, conduciendo al espectador a una senda más reconocible, a una narrativa algo más tradicional [2]. Frente al curso —aparentemente— azaroso y espontáneo de la narración, a partir de ese momento el relato se ve obligado a seguir el plan milimétricamente trazado por los asesinos —Van Sant muestra el revelador inserto del plano del instituto que utilizan para llevar a cabo la masacre, un plano que deniega la visión fragmentaria mostrada hasta ese momento por la película, una mirada consciente, por tanto, de la imposibilidad de acceder a un conocimiento completo y objetivo de la realidad; un plano que apoya el seguimiento de un único recorrido predeterminado, impermeable a los imponderables del azar—. La gran apuesta discursiva —bien que muy sutil, afortunadamente, y siempre materializada en términos formales— de Elephant estriba no en los tópicos arriba señalados sino en esta indirecta asociación entre la irrupción de la violencia y la muerte de la experimentación narrativa de que hasta ese momento había hecho gala la película, en la sugerencia implícita en el desarrollo del relato que presenta al discurso dominante como un discurso consustancialmente violento. Este momento se constituye así en el punto de inflexión entre un relato de aires, más que documentales —aunque algo de eso también hay, desde luego, y el propio Van Sant ha señalado la influencia de algunos de los documentales de Frederik Wiseman—, sobre todo líricos, violentamente roto al iniciarse un tiroteo que va dirigido, en los planteamientos más profundos de la película, contra ese modelo alternativo que la película había desarrollado hasta ese momento: el señalado primer disparo va dirigido, como ya se ha dicho, contra la muchacha a la que hemos visto marginada por sus compañeros, que en ese momento ordena unos libros en la estantería de no ficción, la cual queda manchada de sangre, la cual es también, en términos metafóricos, objeto del ataque de los dos asesinos; el segundo disparo irá dirigido contra el muchacho al que hemos visto haciendo fotos, cuyo único anhelo —que compartiría con el propio Van Sant— es captar la realidad en su sencilla belleza, realizar «fotos fortuitas», según el mismo afirma: el sonido de su máquina de fotos es seguido casi inmediatamente por el de las escopetas que acaban bruscamente con él, que lo absorben en su ruido; «¡a divertirse!» es el grito de guerra con que inician los dos asesinos su camino al instituto el día de la matanza [3].

El relato contemplativo, la mirada sobre la realidad entre lo lírico y lo documental, pues, bruscamente eliminados por la invasión inmisericorde de la más alienante y violenta ficción —que es en la que viven, y matan, los dos asesinos [4]—, el relato aburrido, minimalista hasta el extremo, extirpado a golpe de disparos para ser sustituido por la película que se inicia entonces, mucho más divertida, al menos en términos de los asesinos, sus nuevos narradores: su relato mortal interrumpirá salvajemente, ocupando a la fuerza su lugar, los tenues relatos incipientes que hasta ese momento se nos habían mostrado. La tragedia que sobreviene es, pues, doble: la aniquilación de esa realidad que Van Sant nos ha ido mostrando, y la de la propia mirada —parsimoniosa, no invasiva, que atiende a los diálogos improvisados (o más precisamente, construidos a partir de las charlas que previamente había mantenido el director con el grupo de intérpretes no profesionales que incorporan a los personajes)—  sobre esa realidad, en favor de una mirada distorsionada de la misma, la sustitución de aquélla por sus simulacros virtuales. Elephant es así, insospechadamente, también una parábola —del cine contemporáneo, y del propio autor en el interior del mismo—, pero que afortunadamente no está expuesta con la tosquedad habitual sino que se instala en las entrañas mismas de la película, que se expresa menos a través de su discurso superficial que por sus mecanismos formales más profundos.


[1] Algunas de las cuales, en efecto, responden a la realidad de la masacre de Columbine, pero no otras —por ejemplo, más que la desatención fue la sobreprotección del padre de uno de los asesinos una de las razones de que no se atendieran a las señales que podrían haber evitado la tragedia—.

[2] Transformaciones narrativas, pero que no alteran la actitud de un Van Sant que sigue, tenazmente, negándose a dar explicaciones, que sigue exhibiendo una mirada esencialmente conductista: tampoco sabremos, en este tercio final de la película, por qué Alex mata a su compañero en la matanza, por ejemplo.

[3] Coincidente con lo que dejó escrito uno de los asesinos el día antes de la tragedia.

[4] Es preciso recordar aquí, no sólo el señalado plano que asocia el inicio de la matanza con un plano similar del videojuego con que se entretenía momentos antes uno de los asesinos, sino también la visión que de ellos mismos y de la matanza que iban a efectuar tenían los dos asesinos reales de Columbine: uno de ellos dejó escrito su deseo de que se hiciera una película sobre la matanza que fuera dirigida por Tarantino o por Spielberg –deseo del que dio cumplida venganza Van Sant al encargarse él de esa hipotética película-; por otro lado, al macabro plan que finalmente llevaron a término lo designaron con el nombre en clave de «NBK», letras correspondientes a Natural Born Killers, la repugnante película de Oliver Stone (en España: Asesinos natos. 1994) sobre dos asesinos en serie, muy admirada por los dos adolescentes.