Kill Bill

Violencia en deleite puro

Volver a Kill Bill (2003), tras Death Proof (2007) e Inglorious Bastards (2009), supone seguramente rendirse con convicción a la brillantez cinematográfica del que sea uno de los cineastas con una visión más intransferible y fetichizada del cine contemporáneo. Si bien, la revisión de las heridas de la historia reciente de Europa que Quentin Tarantino propone en su última película, Inglorious Bastards, podría leerse como un corolario que de algún modo vendría a colmar su particular modo de filmar la violencia y su obsesión por incluir sin excepción alguna las consecuencias de sus excesos, la centralidad de la figura de la mujer en Death Proof, en tanto que sujeto reactivo y diurno que toma las riendas de la venganza, encuentra su origen precisamente en el díptico formado por Kill Bill Vol.1 y Vol.2 y, especialmente, en la relación del personaje principal, La Novia (Uma Thurman) con The Deadly Viper Assasination Squad, el Escuadrón Asesino de las Víboras Mortíferas, a quien deberá dar muerte, una a una, a lo largo de todo el metraje de la primera parte.

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Es a través de esas dos premisas centrales, violencia con nombre y rostro de mujer, que Tarantino dirigió la que probablemente sea la película con la que más explícitamente ha dejado emerger sus referentes cinematográficos y su cinefilia en una suerte de homenaje a las películas que admira o que, como ha confesado en más de una ocasión, lo han acompañado a lo largo de su vida. Es por ello que en Kill Bill la estilización de la violencia, que ya estaba presente en sus películas anteriores, Reservoir Dogs (1992) y Pulp Fiction (1994), se pone aquí al servicio de las explícitas referencias al cine hongkonés, las artes marciales de la serie Kung Fu, el anime japonés e incluso en algunos momentos el spaghetti-western. Todo ello sin olvidar el particular toque de humor negro que le caracteriza ni su propio estilo visual a la hora de mostrar los combates y las luchas, fragmentando y multiplicando tanto el tiempo como el punto de vista fílmico, y suspendiendo y alargando la visión o el deleite de la violencia hasta las últimas consecuencias.

Así las cosas, Kill Bill no deja de ser en realidad una road movie que narra el viaje de La Novia hasta el objeto de su venganza, Bill (David Carradine), quien, de paso, disfruta en el camino con la eliminación de sus secuaces, O-Ren Ishii (Lucy Liu), Vernita Green (Vivica A. Fox), Elle Driver (Daryl Hannah), … Y todo ello debería leerse como una crónica de la épica de esos obstáculos que, en realidad, constituyen la esencia misma de la película o su razón de ser. En este sentido, lo gratuito y en cierto modo pornográfico de la violencia que se sucede en Kill Bill Vol.1, y que nos había hecho pensar especialmente en Pulp Fiction, toma un giro de ciento ochenta grados al llegar al final del Vol.2 cuando, finalmente, La Novia consigue hallar a Bill y puede librar con él el duelo final no sin antes hacer emerger a través de las palabras esa explicación, quizás fútil, del porqué de la venganza, de su relación, de su pasado en común. Mientras a través de ese giro inesperado algunos han querido ver el reverso del Tarantino que conocemos, y que nos gusta, pienso en verdad que se trata de un twist que, en tanto que no deja de sacudir al espectador, debería considerarse como una marca que deberíamos incluir de entre lo mejor del cineasta. Tres horas de violencia en deleite puro que se tornan, pues, trágicas, dramáticas e incluso sensibles. Un toque de humanidad que, por supuesto, deja tras de sí a cientos de cadáveres.