En un momento de La libertad (2001), el protagonista, un joven maderero, se mete en su tienda de campaña para tomarse un descanso tras una dura jornada laboral. Se tumba en la penumbra con los ojos abiertos, el rostro iluminado por el único haz de luz que penetra del exterior. Entonces, la cámara comienza a flotar y lo abandona, adentrándose en el bosque circundante por unos momentos hasta que sea preciso ponerse en marcha otra vez. Los muertos, el siguiente film realizado por Lisandro Alonso, nace de esa fuga, de ese sinuoso, frágil y sugerente movimiento de cámara, convirtiéndolo en una brillante introducción en la que la intensidad poética de su cine se revela y se expande, desbordando el marco realista de sus (no) narraciones.
La historia que propone Los muertos es una variación corregida y ampliada de la esencialidad extrema que proponía La libertad. Más ficcionada, si es que podemos decir eso de un relato tan mínimo como el que muestra la película. Un hombre llamado Vargas, sale de presidio tras cumplir condena por, al parecer, haber asesinado a sus hermanos, iniciando un viaje hacia el interior de la selva con la intención de regresar al hogar, formado ahora únicamente por una hija a la que no ha vuelto a ver en años. Como todo viaje, el que emprende el solitario hombre de Los muertos es un itinerario espiritual, por supuesto, pero aunque nos adentremos río arriba dejando la civilización atrás, estamos muy lejos aquí de Joseph Conrad y de su coronel Kurtz, puesto que el cine de Alonso renuncia a cualquier atisbo de psicología y es, antes que nada, esencialmente físico. Las acciones se muestran siempre con una fuerza y limpieza casi primitivas, a través de la duración y objetividad baziniana de los planos, renunciando al montaje: si se debe cortar un árbol, vadear un río o cocinar el alimento que se ha cazado, las acciones se mostrarán en todo su desarrollo, con su comienzo y su final. Pero lo interesante es que nunca la intención de su cine, ni la percepción que produce al contemplarlo, es la del antropólogo o el documentalista interesados en estudiar los comportamientos de otros seres humanos. Bajo la descarnada y cortante objetividad de su puesta en escena —en la que la captación del detalle esencial, el gesto auténtico se convierte en un asunto corriente, haciendo fluir con naturalidad lo que otros persiguen con esfuerzo— subyace continuamente el temblor indescriptible de la trascendencia; aquello que parte de las imágenes pero que se extiende más allá: mediante una lenta panorámica, a través del viento que roza las copas de los árboles, por ejemplo.
Presencias fantasmales, antes que personajes, sus figuras masculinas vagan en un incierto terreno al límite de lo social, en el que lo familiar y lo sentimental han sido relegados tan al fondo del abismo que parece imposible una reconciliación; la necesidad de ganarse la vida, la pura supervivencia, se impone sobre todo lo demás, y sin embargo tanto Vargas como los protagonistas de La libertad o Liverpool desean regresar al hogar como los héroes de un filme de Nicholas Ray, aunque en las imágenes que construye Alonso parece no habitar más cine que el suyo propio, en un regreso pertinaz a los orígenes del medio, pero atravesando su propio sendero, olvidando todo saber anterior.