La comedia y / o / de la vida
Como en cualquier otro género, la comedia tiene sus artistas y sus jornaleros. Sin embargo, es curioso cómo los segundos, esos trabajadores silenciosos que construyen el espacio de la comedia contemporánea, son reducidos al estereotipo de directores grises. Curioso, porque ese cine coyuntural alimenta a la iconosfera actual de perdedores y machos en crisis que otros explotan con nuestro aplauso condescendiente. Y más curioso aún, ese cine que vagabundea peleando por recoger las migajas de la poética personal de sus hermanos triunfadores ofrece un análisis directo y sin fisuras de nuestro presente. Es lo más reconocible de ese cine gris: siempre va al grano; nunca especula con un resultado que ha amarrado con disciplina espartana. Por eso los Shawn Levy, Peter Segal o Donald Petrie irritan a un espectador (mal)acostumbrado a perderse en las derivas de un discurso narcisista.
Noche loca bebe hasta embriagarse de referentes tan cercanos como ¡Jo, qué noche! (After Hours, Martin Scorsese, 1985) o Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959). A su favor está que aprovecha los mimbres del equívoco hitchcockiano para urdir una lectura moral bastante jugosa. En contra, que a diferencia del filme de Scorsese, el recorrido circular que lleva a sus personajes a la casilla de inicio no los precipita al vacío, sino a una catarsis matrimonial felizmente resuelta. Aunque, tal vez, cerrar agradablemente esa crisis sentimental tan burguesa sea una decisión menos complaciente. En el fondo, la solución a nuestros problemas está en una noche loca en pareja, en un viaje a las entrañas acompañados, en purgar la mala conciencia cogidos de la mano. Si tienes que fantasear con ser un chulo, un agente doble o un fuera de la ley —por citar tres fantasía recurrentes—, compártelo con la única persona que transformará tu incipiente misantropía, tu fracaso personal entendido como una vida laboral horizontal y tu vida sexual austera, en risas. La noche loca culmina con la vuelta al hogar y la experiencia, en tiempos tan virtuales, ha sido más intensa al vivirla con las luces encendidas. Y también más (ir)real, porque ha materializado esa fantasía sexual masculina de riesgo y peligro como detonadores de la libido sin que, de hecho, cambien sustancialmente los hábitos de conducta. En lugar del vacío autómata que vuelve al puesto que la sociedad le ha asignado, aquí los Foster vuelven a la realidad con la lectura moral de que todo está bien en su pequeña esfera vital. Su paseo por el lado salvaje de la ciudad ha sido un divertido tren de la bruja emocional.
Aunque trabaje —y muy bien— los aspectos del loser arquetípico según Ben Stiller, Shawn Levy juega en otra liga. Quizá el delicioso humor anacrónico de su remake de La pantera rosa (The Pink Panther, 2006) pasara desapercibido al tomar en vano el nombre de Blake Edwards. Sin embargo, esa galería de patanes, los interpreten Steve Martin o Steve Carell, recuperan el encanto del hombre corriente en busca de su lugar en el mundo; del tonto que crea escenarios en los que, como sucede con el protagonista de Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, Herbert Ross, 1981), todos sus elementos conducen a una visión edénica de la vida configurada, paradójicamente, a partir de los detalles más mediocres de nuestra realidad. Así la fantasía de los Foster, que se arrastran por Central Park, les invitan a una cama redonda, caen al río tras un aparatoso accidente o se disfrazan de, según convenga, hipermodernos, hedonistas o stripper y ¡transexual! para probar un poco de esa posibilidad de abstracción que para los de su condición social se adivina inaccesible.
La comedia no debe agotar su significado en el poso melancólico del auteur que machaca su mala conciencia expulsándola en personajes disfuncionales con los que alguna vez se identificó. Por eso, el gag físico es, en su recurrencia, una herramienta más ajustada para, entre golpes y porrazos, detectar ese poso de inseguridades y frustraciones mundanas que atenaza nuestros sueños y metas. Nos enseña a temer aquello en lo que podemos convertirnos, no aquello que fuimos en el pasado. En su torpeza e inocencia típicamente naïf, los Foster, como otros personajes del cine de Shawn Levy —soy consciente del carácter organizado que le estoy dando—, revelan la putrefacción de una clase social ahogada en su miserable cotidianidad. Y Noche loca, como la mayoría de esas comedias silenciosas, ataca ese conformismo con una transparencia que no evita revolverse —con el gag y la brocha gorda, la lectura moral obvia, etc.— sobre aquello que nos hace espectadores de nuestras propias miserias.