Al margen de parecerme una estupenda, original y provocadora propuesta cinematográfica, Por amor al arte (The Shape of Things, 2003. Neil LaBute) tiene para mi un significado muy especial, ya que intuí su propia existencia como película tiempo antes de que esta se llevara a cabo. Fue a finales de mayo de 2001, cuando junto a un amigo viajé a Londres para contemplar el estreno de esta obra en el Teatro Almeida —con el mismo cuarteto protagonista—, erigiéndose como un auténtico éxito de crítica y una de las propuestas más rompedoras del teatro alternativo en la capital inglesa. En un descanso entre obra y obra, y en una conversación que mantuve con el propio Paul Rudd —al que acompañaba la amabilísima Gretchen Mol—, le vaticiné que la misma se estrenaría en Broadway y posteriormente se convertiría en película. Rudd me miraba entre cómplice y escéptico —pocas personas he conocido más sensatas y sencillas que el protagonista de Mucho más que amigos (The Object of My Affection, 1998. Nicholas Hytner)—… pero la realidad es que así sucedió. Por amor al arte se estrenó en el Off Broadway pocos días después de los atentados del 11S, con una cálida acogida aunque inferior al impacto generado meses antes en Londres, mientras que unos meses después se anunciaba el rodaje de su versión cinematográfica, respetando el reparto y dentro del ámbito de producción independiente —su coste fue de 2.000.000 de dólares, interviniendo como productora la propia actriz Rachel Weisz—. Durante su proceso de realización —ya entonces internet nos permitía acceder a este tipo de información—, me divirtió elucubrar que cariz aportaría LaBute a su propia creación teatral, planteándome de forma indirecta el siempre vigente dilema de las adaptaciones teatrales a lenguaje cinematográfico.
Llegado el momento de la verdad, el realizador eligió la opción que con probabilidad encajaba de manera más adecuada en su universo personal, entroncando sus imágenes como una especie de evolución de sus dos primeras películas En compañía de hombres (In the Comapny of Men, 1997) y Amigos y vecinos (Your Friends & Neighbors, 1998), mediando entre ellas el sentido del humor cáustico planteado en Persiguiendo a Betty (Nurse Betty, 2000). Ello sin olvidar el valioso referente que ofrece la realización televisiva de su obra teatral Bash: Latter-Day Plays (2001). Y es que, conviene es señalarlo ya, en su figura se encuentra no solo uno de los realizadores más personales surgidos en el cine USA de los últimos años, sino sobre todo un intelectual de complejos matices, destacado por un lado en su visión demoledora de la condición humana, sus relaciones, y por otra en la versatilidad con la que hasta la fecha se ha desplegado su andadura como hombre de cine. reconozco que es una visión no demasiado compartida, pero me interesa todo el cine de LaBute —incluso, aunque en menor medida, el de la vilipendiada The Wicker Man (2006)—, tanto cuando se interna en ese estilo metálico que preside sus propuestas más personales a nivel temático, como cuando lo hace en otros derroteros más ligados al cine de género —la citada Persiguiendo a Betty, la espléndida Posesión (Possession, 2002)—. Hay en todo su cine una voluntad de subvertir el contexto en el que se insertan sus argumentos, la mirada de un intelectual que aporta en no pocos momentos un cierto sarcasmo y una intención de epatar —aspecto este que en su plasmación visual adquiere ese elemento metálico que antes señalaba, y que sus detractores oponen—. Todo ello, inclinado por lo general en la manifestación de una creciente misantropía, en ocasiones bañada de ternura y romanticismo, pero en todo momento presente como elemento vector en su cine. Obra en la que, hasta el momento, no se ha registrado ningún logro absoluto, pero sí un nivel medio notable.
A partir de dichos márgenes, Por amor al arte se erige con lógica como uno de los mejores y más representativos films de su realizador —una revisión de su propuesta me ha permitido acrecentar mi interés hacia la misma, para la cual es obligado contemplarla en versión original subtitulada, obviando por completo el aberrante doblaje español—, subvirtiendo no solo los planteamientos de cualquier comedia juvenil / estudiantil, sino erigiéndose de forma paralela como una digresión del propio proceso de creación. Es decir, que sus imágenes aparecen desde el propio momento como una autentica trompe d’oil, incidiendo LaBute en la propia concepción de la película como representación —antes de los títulos de crédito, una voz en off nos señala que vamos a contemplar una tesis; tras la aparición del rótulo del director, este se inserta sobre un plano medio de Rachel Wesiz; al acabar la película, otro plano en sentido opuesto sobre un primer plano del atribulado Paul Rudd, cierra la función—. En definitiva, creo que Por amor al arte fue en el momento de su estreno —donde recibió una acogida crítica controvertida y casi nula recepción comercial; 700.000 dólares de recaudación en USA— analizada más en la apariencia de su primera lectura. Era algo fácil, por otra parte, y conectaba de forma más clara con el aparato externo y temático de su cine. Pero con enorme agudeza, el escritor y realizador se planteó visualmente esta película como una interesantísima disgresión sobre las posibilidades del cine y teatro. En realidad, brindó una adaptación literal de la obra —en sí misma esgrimida con un total minimalismo—, utilizando solo sus cuatro personajes, y respetando por completo las diez secuencias en las que se divide la obra, unidas por panorámicas y canciones de Elvis Costello, y potenciadas por un excelente fotografía de colores pasteles que, unido a la presencia de intérpretes de superior edad de la que en teoría deberían tener, proporcionan a sus imágenes una extraña patina, un rasgo de irrealidad. En definitiva, LaBute no ofreció una propuesta eminentemente cinematográfica, sin hacernos olvidar que nos encontramos en una traslación de una obra de teatro. Es probable que esta apuesta tan personal provocara controversia o, simplemente, desafección, o que algunos espectadores se quedaran impactados por el tramo final del relato —magnífico efecto schock por otro lado habitual en su obra—, sin darse cuenta que asistía a una de las propuestas más modernas e inclasificables brindadas por el cine USA de la primera década del siglo XX.
Como ya señalaba, estructurado en diez secuencias, potenciado por ese baño de irrealidad que ofrece todo su enunciado, el film de LaBute se erige como una compleja red de relación, de afectos y desafectos, mostrando la realidad que se esconde en las relaciones afectivas y de pareja, bien pronto provistas de reproches, manipulaciones y desencanto. Todo ello es diseccionado con bisturí por medio de esos cuatro personajes —interpretados de forma magnífica— estableciéndose entre ellos un constante juego de manipulaciones, atracciones y rechazos, que de alguna manera aparecen como una versión universitaria de los planteamientos ofrecidos por Harold Pinter en el cine de Losey de principios de los sesenta —por cierto, Pinter acudió al estreno de la obra teatral en Londres, quejándose abiertamente de las provocadoras canciones del grupo The Smashing Pumpkins que se insertaban entre escena y escena—. Esa capacidad del realizador y escritor de no dar puntada sin hilo, se expone en el título que nos ocupa con una extraña apariencia dulce aunque venenosa en el fondo, en la que cada diálogo, cada interjección, cada inflexión de sus intérpretes, posee un significado enriquecedor para su conjunto. Dejemos por ello las citas culturales que se insertan en el relato —en sí mismas no suponen más que un elemento complaciente pero superficial—, ya que uno se queda sobre todo con la contundencia que poseen las secuencias a dos insertas en el film. Especialmente magníficas resultan a mi juicio los tres episodios consecutivos, desarrollados entre Evelyn (Weisz) y Adam (un descomunal Paul Rudd, en uno de los roles más complejos de su carrera) —obsérvese la simbología de sus nombres— que finaliza en una filmación del rostro de este mientras ella le practica una felación, la posterior del encuentro furtivo de este con su amiga de toda la vida Jenny (Gretchen Mol) o la que sucede a continuación, en donde Adam es persuadido por su pareja para que se opere en la nariz, completando el cambio que ha ido practicando en su hasta entonces vulgar imagen externa.
Esa capacidad de plasmar la complejidad y los matices perversos de las relaciones —la importancia del sexo o del dominio psicológico como elementos preponderantes—, quedan sin embargo entrelazados con la capacidad que el film de LaBute tiene de establecer un ejercicio de representación. En definitiva, Por amor al arte es una propuesta más compleja de lo que pudiera parecer a primera vista, y bajo su patina de propuesta arty, esconde una de las disecciones más profundas que el cine norteamericano brindó en la pasada década, plasmándolo además con un sentido cinematográfico innegable. Poco habitual, eso sí, pero de una valía incuestionable.