Robin Hood

No imprimáis la leyenda

Dejémoslo claro. El Robin Hood que todos conocemos, ese que se ha ganado su  sobrenombre por vivir escondido en el bosque de Sherwood «robando a los ricos para dar a los pobres», no aparece en la película de Ridley Scott hasta los últimos minutos de metraje, en una coda una vez que sus aventuras han concluido como previsora coartada para futuras secuelas, o quizá también, como concesión destinada a contentar a todos aquellos que pudieran haberse sentido traicionados por lo visto durante las dos horas y media previas.

La operación de rescate, remozado y puesta al día, de la leyenda del certero arquero inglés realizada por Ridley Scott quiere sustentar su interés en ofrecer la versión más realista del mito hasta el momento; aportando datos plausibles de la existencia histórica del personaje, relegando la leyenda. A este interés responden los rótulos informativos que enmarcan la película, abriéndola y cerrándola, y que aportan detalles sobre el tiempo histórico que habitará el filme y dejando, a la postre, un fordiano «print the legend» como colofón.

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Así, la película se empeñará en mostrar durante buena parte de  su metraje el contexto en el que ésta se mueve, conjugando múltiples puntos de vista, trazando diversas  líneas de acción según se atienda al regreso de Ricardo Corazón de León de las Cruzadas, a las conspiraciones palaciegas y amorosas de su hermano Juan, o los avatares de Lady Marian por subsistir penosamente en un diezmado condado de Nottingham y de las que la dedicada a las andanzas de Robin y sus compañeros de armas, no será durante mucho tiempo la más importante. Scott pretende, de esta manera, situarse por encima de anteriores versiones del mito —aunque dado lo numeroso y múltiple de las mismas haya habido tiempo y tramas para todos los gustos— cogiendo parte de todas ellas, y refrendar la suya propia a través de la reconstrucción histórica (eso sí, sin renunciar a llamar Robin Hood a su criatura, por aquello de los ingresos en taquilla). Este interés deriva en una puesta en escena tendente a la esquizofrenia en la que el espectador no advertido o poco paciente, puede sentirse defraudado por el desarrollo argumental, esperando en vano el regreso a los lugares ya conocidos de la leyenda. No habrá pues pelea sobre el río entre Robin y Little John (el encontronazo se resuelve a través de una disputa de juego), ni torneo de arqueros (de hecho, aunque Robin sea efectivamente, arquero del ejército, rara vez lo veremos lanzar flechas) y Lady Marian dejará de ser esa mujer frágil encandilada por el saltarín Hood de la canónica versión de Curtiz y Keighley (Robín de los Bosques. The adventures of Robin Hood, 1937) para convertirse en una tenaz luchadora contra la injusticia —literalmente: una mujer de armas tomar—. Así, el Robin —Robert, en realidad, durante buena parte del film— interpretado Crowe se nos presentará como un arquero más del ejército de Ricardo Corazón de León embarcado en una interminable cruzada y anhelando el regreso, con honores o sin ellos,  a casa. Un arquero más, sí, pero valiente, sincero y leal, dando muestras de capacidad de liderazgo a cada momento y que no duda en responder a su rey, si es preguntado, que su campaña ha sido cruel e innecesaria —cercano, por tanto, al personaje creado por Scott y Crowe para Gladiator (Ridley Scott, 2000) con el que comparte además la marca de un pasado traumático—.

Marguerite Duras decía hace ya tres décadas que los críticos de cine se empeñan en ofrecer mayor cobertura a aquellos filmes que han costado más caros. A mayor coste de producción, más páginas. No seré yo quien afirme lo contrario (que las páginas sean virtuales o no, es lo de menos). Al menos, Scott muestra orgulloso cada penique invertido en su filme. Cientos de figurantes (de nuevo: virtuales o no, es lo de menos) en cada escena, un vestuario generoso en detalles y una dirección artística que se ocupa de que una pareja de ocas esté en el punto preciso del encuadre una y otra vez si es necesario. El reparto, como en las superproducciones de los años sesenta y setenta es espectacular, sumando a los Crowe y Blanchet nombres consagrados como Max Von Sydow, William Hurt, Danny Huston, Eileen Atkins o jóvenes promesas como Oscar Isaac o Léa Seydoux.

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El handicap que Scott tiene que pagar viene, sin embargo, de la mano de ese «print the legend» al que hacíamos referencia al principio. La veracidad histórica que quiere refrendar a cada momento se vuelve en su contra en numerosas ocasiones: el desembarco del ejército francés en la costa inglesa, consigue con el despliegue de su avanzada tecnología marítima, digna del desembarco de Normandía, minar la credulidad del espectador; el sentido del humor y las múltiples alusiones eróticas de los diálogos —especialmente los que tienen lugar entre Robin y Marian— resultan risibles más que graciosos; y aunque seamos conscientes de que el sexo, el alcohol y la música formaran una parte importante de la diversión en el medioevo (¡maldita televisión!), su representación en pantalla no pasa de provocar sonrojo (cfr. La interpretación de una balada tradicional al calor de la hoguera suena falsa y desproporcionada, verbenera, al no respetar la instrumentación presente en escena y termina por sonar como una versión radiofónica del éxito de The Christians años atrás). Especialmente si dentro de ese afán verista se termina por aceptar que el modo de caminar o la expresión corporal de los personajes sea la misma que en pleno siglo XXI; se menosprecie la importancia de la iglesia y de la moral religiosa en el comportamiento de las gentes o sorprenda la ligereza y familiaridad con la que se relacionan con aquellos que detentan el poder.

Lo que resulta obvio viendo la película de Ridley Scott es que el cine —al menos, el cine de aventuras sobreproducido— hace tiempo que ha dejado de ser un arte del espacio y la composición para serlo de la velocidad y la acumulación. Se le pide a cada película-espectáculo que contenga y supere a sus predecesoras; cada escena se filma indistintamente desde múltiples ángulos y posiciones, con lentes largas y cortas que luego se arman como un puzzle en la sala de edición; el director toma decisiones de carácter estratégico, más que creativas o expresivas, etcétera. Relegando la personalidad —aunque a estas alturas dudo que Ridley Scott pretenda expresar cualquier cosa mediante sus películas— a algo que extrapolar del conjunto de la producción antes que de las imágenes que componen el filme.