Fractura y despedida
No soy en absoluto víctima de la mitomanía, pero es cierto que algunos (muy pocos) cineastas me infunden un profundo respeto. Ingmar Bergman es uno de ellos. Su obra, desde su primer largometraje cinematográfico, Kris (1946) hasta esta postrera Saraband para televisión, muestra una solidez tan extraordinaria en la Historia del Cine que resulta difícil no admirarla casi incondicionalmente. Además de esa solidez, el cine de Bergman ofrece una interesantísima dualidad entre coherencia temática y experimentación formal, que hace especialmente sugestivo el acercamiento general a su filmografía. Una vez vistas todas sus películas, le queda a uno la sensación de que existe una superficie común a casi todos los filmes, pero una profundidad diferencial que necesita de sucesivas e interminables exploraciones.
Saraband conecta con varios de los grandes temas bergmanianos y, en cierto modo, se convierte en un cierre casi inmejorable (en cuanto a coherencia temática) de su carrera. La crisis (traducción literal del título de su primer filme) de la pareja y de la familia es probablemente la columna vertebral que une su ópera prima con su última película, y uno de los núcleos conceptuales de su imaginario. De hecho, Saraband enlaza, por su dureza y su ausencia de complejos, con una serie de películas unidas por el fino hilo de lo políticamente incorrecto, que demuestran que este tema es uno de los más relevantes de nuestra contemporaneidad. Hablo de obras esenciales para comprender la crisis de la institución familiar, como Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) o Antichrist (Lars von Trier, 2009). Esa doble coherencia (con su propia filmografía y con los intereses de algunos de los cineastas más importantes de nuestro tiempo) es un valor añadido para un filme que reformula y concreta una de las grandes obras bergmanianas: Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap; Suecia, 1973). Aquel filme, que duraba cinco horas en su versión larga para televisión, recogía a su vez muchos elementos de otra de las cumbres de su cine, Pasión (En passion, 1969).
De esta última retoma el director sueco uno de sus recursos más audaces, como es la mirada directa del actor a la cámara, en este caso interpelando directamente al espectador. La ruptura del espacio diegético es un paso más allá de las coordenadas habituales en el planteamiento de la crisis de la familia, y trata de concernirnos directamente. Es de esa manera, entre otras, como Bergman concreta y actualiza su terrible discurso sobre la imposibilidad de la convivencia, y abre el camino para un vómito sin concesiones como el filme de Von Trier, que ya no sólo apela al espectador, sino que trata de provocar en él un rechazo visceral que le obligue a recomponer su visión de las cosas. Desde el follar, última palabra que cierra Eyes Wide Shut (1999), hasta la violencia física brutal de Antichrist (2009), pasando por la aparentemente serena pero psicológicamente demoledora violencia emocional de Saraband (2003), tres cineastas de primer nivel colocan al espectador ante el espejo (literal, en el filme de Kubrick) y le incomodan para apelarle sobre la inutilidad de la familia burguesa como centro de nuestra sociedad. Que tres autores de su relevancia histórica, y de tres generaciones diferentes, como Bergman (1918-2007), Kubrick (1928-1999) y Von Trier (1956) desemboquen en 1999, 2003 y 2009 en lugares semánticos tan hermanados, debería ser, sin duda, motivo de análisis y reflexión.
El Bergman de Saraband es el Bergman que nace en Pasión, y que va evolucionando —más allá de su intermitente experimentación— hacia una preeminencia del actor como elemento cinematográfico de primer orden, vehículo de todo lo importante que el cineasta quiere transmitirnos. Si la película no fuese vocacionalmente para televisión, podríamos decir que algunos zooms o reencuadres delatan cierta pereza, quizá relacionada con la edad; podríamos incluso discutir algunos insertos, que sin duda son discutibles (el de la foto de Anne, tan reiterado y, sobre todo, el de Henrik ensangrentado). Pero es que Bergman ha llegado ya en Saraband a una conclusión definitiva y muy sabia: lo importante es la emoción y la palabra. Y su experiencia ante la sustancia dramática (el texto y los actores) hace casi prescindible todo lo demás: hay planos sostenidos del rostro de Marianne (Liv Ullmann) sencillamente antológicos, porque en ellos se encuentra todo lo que necesitamos saber.
Es muy interesante la pasión de Bergman por la música, y cómo la ha introducido en sus películas, incluso desde sus títulos: Musik i mörker (no estrenada en España, literalmente Música en la oscuridad; 1948), La flauta mágica (Trollflöjten, 1975; para televisión), Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978) o Saraband (no traducido en el estreno español; Zarabanda, literalmente). Después de ver todas sus películas, creo que si la música es tan importante para él es, sobre todo, porque, antes que nada, lo es el silencio (que da título a otra de sus mejores películas); y porque, más allá de las reflexiones intelectuales que inevitablemente han propiciados sus filmes, Bergman trataba de conectar siempre, como hace la música, con el sustrato más profundo de las emociones del espectador. Y así, casi musicalmente, construía también la estructura de sus películas. Porque Saraband, efectivamente, es una danza lenta y solemne, cuyo ritmo viene marcado por las palabras y los silencios, sólo interrumpidos por breves incursiones de un chelo desolado que suena a despedida y a fractura: la despedida del propio Bergman y la fractura de la familia, de la que tanto habló el sueco a lo largo de su larga y fructífera carrera cinematográfica, imprescindible para entender al ser humano del siglo XX.