Slumdog Millionaire

Príncipes del pueblo

Hace unos días, cierto conocido me contaba el disgusto que le había acarreado el responder al anuncio de un alquiler en Fuenlabrada. Cuando le comentó casualmente a su interlocutora que, a la larga, estaría más interesado en comprar que en alquilar, el tono hasta ese momento dicharachero de quien le atendía mutó en puro odio: «Como comprenderás, lo que hace tres años me costó a mí un huevo, no te lo voy a vender a ti ahora por medio. ¿Vas a alquilar el apartamento, o no?»

La acritud súbita, la indisimulada avaricia, la desenvoltura con que la frágil apariencia de persona dio paso al monstruo real, han dejado al pobre chico que hubo de sufrirlas exhausto emocionalmente. Yo, que no sé de qué se extraña, y teniendo ya en mente que se me había encargado escribir sobre Slumdog Millionaire en tanto película más sobrevalorada de la década para los colaboradores y amigos de esta publicación, no pude por menos que imaginarme a la afable arrendadora explicando a sus amigas, entre tientos frenéticos al cigarrito y el cubata en algún bareto de Fuenla amenizado a todo volumen por el Jai Ho compuesto por A.R. Rahman para la cinta de Danny Boyle, su versión de los hechos: una sarta casi ininteligible de lamentaciones y jactancias suburbiales, acogidas por sus pares entre risotadas a mandíbula batiente perfiladas con carmín del Lidl.

Quien haya seguido desde sus inicios la filmografía de Boyle, sabe que ha hecho honor a esa victoria espiritual del proletariado sobre la burguesía propiciada en las últimas décadas por el Estado de Bienestar europeo. Boyle afirma proceder de «una familia de clase trabajadora, sin nada de especial […] El mundo que habito hoy es inalcanzable desde el mundo del que vengo. Es extraordinario que yo esté aquí». Sus personajes, como el Colin Smith de La soledad del corredor de fondo (Alan Sillitoe. Edicion española: Seix Barral, 1969), están acostumbrados a correr para escapar «al puritanismo y el clasismo inglés» (Josep Marín Barber). Pero no queda nada en ellos de angry young men (como no queda nada en Boyle del Free Cinema). Son criaturas adaptadas a nuestros tiempos: posibilistas, pragmáticos, muy dotados para «sacar pasta del caos» (Óscar Fontrodona) y mamar al tiempo de la teta de una res publica que se siente culpable por su pérdida creciente de influencia. No son rebeldes, sino cómplices de un sistema que les ha necesitado para sobrevivir económicamente y al que, en contrapartida, han puesto a su nivel, obligándole a renunciar a cualquier rasgo de elitismo, siquiera cultural.

Sin embargo, como podemos comprobar estos días a cuento de la crisis, no están dispuestos (nadie está dispuesto) a reconocerse co-responsables de la suicida lógica de mercado imperante, ni del enanismo intelectual y ético a que tal lógica nos fuerza colectivamente. Es una de las razones por las que la fábula —en la ficción y en la vida real— ha reverdecido en los últimos años; permite identificarse con el buen salvaje, creer en inocentes y culpables, en víctimas y verdugos. Casi todas las películas de Danny Boyle se adscriben a tal género en uno u otro sentido, y Slumdog Millionaire (íd. 2008) lo lleva al cenit.

Algo que parece no haberse sopesado lo suficiente, a tenor de los infinitos debates centrados en si las desventuras de Jamal (Dev Patel) tienen algo que ver con la realidad de La India y los efectos de la globalización. Slumdog Millionaire fue, sintomáticamente, un fracaso entre críticos, opinión pública y espectadores de aquellas latitudes, al contrario que la novela en que se basa, escrita por el nativo Vikas Swarup. El país asiático no es más que un convidado de piedra en la ecuación creativa de Boyle y el guionista Simon Beaufoy, un decorado ilusorio para deleite y pedagogía del público occidental. Las infinitas miserias materiales retratadas en esta ficción son, como en todo cuento que se precie, reflejo metafórico exacto de las infinitas miserias espirituales de nuestro mundo. Y las enseñanzas a extraer de su recreación (que, por cierto, poco tienen que ver con Charles Dickens, de quien tanto se ha abusado argumentalmente a propósito de Slumdog Millionaire), las adecuadas para medrar en el contexto sociohistórico en que se han representado: Poverty porn. Comentarios sociales demagógicos y superficiales. Exploit emocional. Mediatización de la felicidad. Predeterminismo autoexculpatorio. Desdoro de la meritocracia. Oligofrenia existencial. El dinero como unidad de destino en lo universal. Y todo ello, con estética de publirreportaje turístico para chonis y yonatanes. Jamal no es sino la untermensch Belén Esteban.

Cuando Slumdog Millionaire se estrenó en España, nuestro compañero Enrique Pérez Romero la defendió —artículo que os recomendamos leer: es la antítesis del presente, y al menos habla de cine— alegando entre otras cosas que constituye un canto al optimismo. Así es. Pero, como ya dejaron claro Horkheimer y Adorno, hoy como ayer, «ser optimista significa estar de acuerdo». Con todo esto. Aunque algunos realizadores pretendan convencernos de que las sonrisas y los pasos de baile albergan actitudes críticas.