Two Lovers: mujeres

Dos almas

El amor es un dulce abismo para nuestra vida interior. Para Leonard, el protagonista de Two Lovers, significa una fractura entre su entorno familiar y él mismo. La tradición, tantas veces radiografiada por James Gray, ahoga y, al mismo tiempo, protege a Leonard de un mundo organizado que le ha quitado la voz. Y quizá sea el sentimiento de contención lo que hace de él un personaje tan vulnerable, frágil; como si el movimiento enfebrecido del corazón estuviese a punto de estallar en su pecho. En realidad, los Kraditor no tienen el carácter torvo de otros clanes familiares retratados por Gray. Intentan proteger y continuar una familia cuyo pasado tapiza su hogar en forma de cuadros, fotos y recuerdos. Sin embargo, son conscientes de que su hijo es alguien especial; alguien que necesita explorar la felicidad para entender qué significa ser feliz en mitad de una realidad mediocre. Por eso Reuben y Ruth viven el distanciamiento emocional de su hijo como una sensación entre amarga y desesperanzadora. Aunque el peso de la tradición y las costumbres heredadas están ahí, es la búsqueda del amor —entre dos personas, entre padres e hijos— la que dibuja la ansiedad de los Kraditor.

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Michelle y Sandra, las dos mujeres que se cruzan en el camino de Leonard, excitan sensaciones opuestas. La primera es la mujer fugitiva, cuya vida atribulada invita a cuestionar si realmente existe y no es un invento imaginario para colmar la falta de vías de escape. Michelle está de paso, en un apartamento que no es suyo y en una forma de vida que no acaba de decidir si es la más indicada. Esa falta de iniciativa conecta con la angustia de Leonard, que en lugar de construir una familia sólida a partir de sus raíces, prefiere fugarse a otro lugar, otro mundo en el que amar no sea una palabra, una cosa, sino esa necesidad vital que nos corta la respiración. Sandra, en cambio, es la proyección del futuro acogedor de los Kraditor; la mujer cálida y cercana, que desea satisfacer al marido, quererle aun con sus peculiaridades, y estar ahí para él. Es la esposa abnegada, que sabe cómo querer aunque su manera de expresarlo pueda plantearnos la duda de si realmente lo vive tan intensamente. Es, en fin, esa intensidad la que despierta las pasiones de Leonard. Por un lado, identifica a Michelle como la mujer fantasmal, de la que no espera ser correspondido; es un objeto misterioso y fugaz del que irremediablemente se enamora. Sandra, en cambio, es todo lo que Michelle nunca podría ser: maternal, carnal, sencilla. Siempre estará a su lado, como los retratos familiares de su casa, haciendo de su amor el recuerdo de la clase de calidez que sólo puedes sentir junto a tus seres queridos.

Contra nuestros deseos materiales, el amor es una cuestión de espíritu. Leonard ama a Sandra, aunque mientras hable con ella por teléfono contemple a Michelle desde su ventana. Leonard ama a Michelle, aunque sea con Sandra con quien consiga hacer el amor. Pero lo que une a ambas, como si fueran un reflejo de la misma imagen, es la sensación de que no existe una fusión posible que reúna en un solo cuerpo las cualidades que atesoran. La cercana Sandra se transforma en unos guantes, en un paseo por la playa o en un abrazo que invitan a sentir el cariño, el amor dulce de esa persona a la que no renunciaríamos. En cambio, la distante Michelle es la metáfora de un viaje fuera de la burbuja familiar, la exploración de un nuevo territorio sentimental marcado por la falta de compromiso y la convivencia intensa que no sabemos, a pesar de su sabor, de qué manera acabará. Y en ese lío está el alma, el amor que traspasa la carne y se hunde en el seno de nuestra identidad, combinándose y reordenándose hasta convertirse en otra parte de nosotros mismos.

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En los últimos instantes de Two Lovers, Ruth descubre a su hijo abandonando el hogar con destino a otra vida. Sin embargo, es tan fuerte el deseo de ver a Leonard feliz que decide dejarle marchar, aunque nunca vuelva a tener noticias de él. No estamos acostumbrados a tomar decisiones como esas y, en parte, es el carácter de Ruth, una pobre madre que sólo quiere cuidar de su hijo, lo que acerca al filme a las coordenadas de otros tiempos e, incluso, otros ámbitos culturales. Leonard es un hombre extraviado, cuya rutina diaria es descrita como la espera de una muerte anunciada por su falta de estímulos y, en especial, por la sensación de contención que parece amordazar sus ganas de quitarse la vida. Por eso, James Gray narra el relato de su existencia emocional como si se tratase de una ópera en la que el preludio musical describe el éxtasis y la agonía de un personaje con el que no podemos identificarnos y, paradójicamente, sentimos en nuestro interior. Quizá porque apela a la necesidad universal de encontrar un alma que rellene ese vacío que, tarde o temprano, sentimos más acentuado. O, más bien, porque desnuda esa importancia de amar hasta descubrir las costuras de un alma agitada, violentada y nerviosa, que desea hallar una complementaria para existir como unidad.

Two Lovers podría titularse dos almas, dos mujeres, dos amores, dos tristezas, pero sólo expresaría un sentimiento posible. La complementariedad entre Sandra y Michelle y, asimismo, la diferencia que impide conseguir una síntesis perfecta de ambas mujeres, es la expresión de esa angustia vital que nos invade cuando percibimos que el amor, más allá de adjetivos, es una materia de nuestra existencia emocional. De ahí que, en su amarga conclusión, Leonard experimente un catálogo de sensaciones que le redirijan hacia eso que palpita en su/nuestro interior: «No hay dolor comparable al de amar a una persona que hace su cuerpo accesible y luego es incapaz de entregar su alma porque no sabe dónde encontrarla» (Lawrence Durrell). Dos mujeres, dos almas. En fin, la vida.