Zodiac

Un descenso al horror cotidiano

Si algo tiene de admirable el cine —como cualquier otra expresión artística—, es que de vez en cuando te obliga a romper esquemas previamente establecidos. Eso es algo —y me alegra reconocerlo—, me sucedió al contemplar Zodiac, en la medida que en nada apreciaba los títulos precedentes de su realizador, David Fincher, que había tenido oportunidad de ver. En concreto, y pese a los numerosos admiradores con que cuenta, Seven (Se7en, 1995) jamás me pareció más que un thriller manierista dominado por su —aparentemente singular— efectismo epatante y visual, y El club de la lucha (Fight Club, 1999) una auténtica empanada cinematográfica. Se que muchos aficionados veneran este último título. A mi me parece absolutamente detestable, lo siento.

Eran ambas referencias que me hacían acceder con recelo al último título de su director. Reticencias todas ellas que, me place admitirlo, se disiparon poco después de penetrar en el que no dudaría en considerar uno de los mejores thrillers emanados por el cine de Hollywood en los últimos años. Es más que probable que junto a Munich (2005, Steven Spielberg), se erija como su mayor exponente de lo que llevamos de siglo XXI y, por encima de todo, muestre la madurez de un Fincher al que, ahora sí, le podemos detectar una depuración cinematográfica admirable, dejando atrás esa inclinación gratuitamente visual que procedía de su previa experiencia publicitaria. Y es que, bajo mi punto de vista, Zodiac es lo que pretendía y no fue Seven; un pavoroso descenso a las cavernas de la sociedad norteamericana, estableciendo un auténtico zoom a la evolución de sus últimas décadas. Todo ello a partir del relato de los crímenes cometidos por un jamás localizado asesino que aterrorizó San Francisco a partir de finales de los sesenta, que tuvieron su prolongación hasta casi dos décadas después. El denominado «asesino del Zodiaco» emerge como un auténtico revulsivo en un contexto permanentemente convulso, y que se desarrolla ante nuestros ojos teniendo como marco desde el look contracultural de la revolución estudiantil, hasta plena influencia regganiana. A esas referencias recurre de forma sutil Fincher para ambientar su película, reconstruyendo meticulosamente el aspecto cinematográfico de cada uno de dichos periodos, con especial detalle en la primera mitad de la década de los setenta, puesto que es en dicho marco temporal donde fundamentalmente se centra la insólita propuesta asumida por Fincher. Insólita en la medida que todo su despliegue narrativo se centra en la búsqueda de un asesino invisible, aunque finalmente la película apueste decididamente por un posible culpable, sobre el que giran dos de los instantes más inquietantes de la película. Pero si por algo destaca fundamentalmente Zodiac —y es muy amplio su bagaje de cualidades— es por una arriesgada formulación narrativa —aunque ello jamás lleve aparejado el desinterés del espectador—, desarrollando su progresión a través de considerables saltos temporales —el uso de la elipsis se administra con auténtico magisterio en esta ocasión; un ejemplo admirable de esta vertiente reside en ese plano que aceleradamente nos muestra la construcción de un edificio, para indicarnos el transcurso de todo un año—, y al mismo tiempo a partir de la relación del eje central, en torno a la repercusión que esos crímenes ejercen en sus tres personajes centrales.

zodiac1

Indudablemente, nos encontramos con una apuesta compleja, pero lo admirable de su resultado es que nos estamos ante un thriller tan apasionante como sobrio en su desarrollo, tan arriesgado como partícipe de una narrativa clásica, y tan sombrío como inquietante. Sus imágenes se inician en 1969, a través del intento de asesinato de una pareja de novios —consumado en el caso de la muchacha—, el 4 de julio de 1969. Será el detonante para el discurrir de una historia basada en hechos reales, y que nos lleva a asistir a la trayectoria criminal de un asesino al que nunca conoceremos, pero con el que el espectador intimará hasta extremos aterradores en la formulación de sus crímenes, y en ese deseo casi vouyerístico por conocer su existencia —un elemento siempre subyacente en las expresiones de los protagonistas cuando intuyen que se acercan a este—.

Zodiac es un film admirable por diversas circunstancias. Una de ellas es la perfecta —casi obsesiva, diría yo—, labor de ambientación desarrollada a la hora de trasladar a la pantalla ese look visual propio de su ámbito de actuación. No soy el primero en evocar a este respecto las afinidades que se encuentran con tantos y tantos títulos de este género rodados en la década de los setenta, y firmados por nombres como Alan J. Pakula, Sidney Lumet y otros realizadores de similares tendencias. Ello en sí mismo no tendría que llevar aparejada la condición de cualidad. Sin embargo, en esta ocasión si que cabe definirlo de dicha manera. Es tan loable la labor de integración de dicho esfuerzo de ambientación —en modo alguno revestido de matiz retro—, y se integra de forma tan sincera en su entramado dramático, que sientes la sensación de introducirte en la auténtica faz de aquella época y, sobre todo, en la visión que el cine de los setenta ofrecía de la misma. Es más, el grado de perfección con que se muestra esta vertiente, me permite afirmar que se sitúa en un estrato superior de calidad sobre lo logrado en los referentes cinematográficos utilizados

Otro rasgo de singular importancia se refiere a la originalidad en la plasmación de los diferentes crímenes cometidos, unidos a la aterradora capacidad que demuestra Fincher a la hora de mostrar el auténtico horror que el ser humano siente ante la intuición de su muerte, cuando además esta va aparejada por la certeza de una ruptura violenta con la vida. En este sentido, nadie puede dejar de reconocer que los crímenes mostrados en la película revisten caracteres de auténtica filigrana, especialmente por su simplicidad y carácter prosaico. El que inicia el film —y que de inmediato sumerge al espectador en la entraña de la película—, es simplemente un asesinato a balazos a los jóvenes que se encuentran en el coche. Poco después se ofrece otro doble crimen contra otros jóvenes que se encuentran descansando junto a un lago, y que destaca por el horror que supone la humillación sufrida por estos y la dilatación del proceso del asesinato –que, como en el anterior ejemplo, finalmente permitirá que el elemento masculino sobreviva a la tragedia–. Recordemos la expresión del crimen; los dos esposos se encuentran junto a un lago y la esposa vislumbra de lejos a una persona. Su marido resta importancia a ello, pero poco a poco este se acerca, provocando el miedo en la pareja. Estos se brindan a entregarles todas sus pertenencias, mientras el atacante obliga a la esposa a que ate a su marido. Posteriormente él mismo la atará a ella —en medio de la angustia creciente de las dos víctimas—, y reforzará las ligaduras del hombre —que su esposa había dejado poco tensas—. A continuación, los apuñalará con saña.

Relato con cierto detalle la atrocidad de este crimen, puesto que pese a la brutalidad de los métodos empleados por el asesino, la secuencia se muestra dentro de una aparente tranquilidad campestre, en pleno día, y con ausencia de elementos visuales de especial impacto. No es necesario. El horror se plantea de la forma más honesta posible —si se me permite la expresión—, y algunos planos de matiz hitchcockiana se expresan en los primeros planos del novio con esas gafas que servirán como elemento de detalle. Poco después se cometerá el asesinato de un taxista y, más adelante, una mujer logrará escaparse de la acción de este al arrojarse de su coche en plena carrera, llevando con ella su pequeño hijo. En todos estos exponentes hay algo que se ha de destacar de forma acusada; la personalísima manera con la que Fincher sabe expresar casi físicamente el horror. Lo hará sin artificios y movimientos de cámara virtuosos. En su lugar se inclinará por la senda de la sobriedad, los planos largos y casi insoportables en su longitud, la dirección de actores y el apoyo fundamental de la iluminación y la banda sonora de David Shire, en una elección nada casual, dado que fue el compositor de no pocos thrillers de los setenta —que logra un extraordinario protagonismo en el conjunto del film—. Y se sentirá de forma notable en momentos como la tensión que sufre esa mujer que logrará escapar del coche que le llevaba a la muerte —un instante que es mostrado con un elegante fundido en negro que proporciona un matiz suplementario de horror y desconcierto—, o en la visita del joven dibujante Graysmith (Jake Gyllenhaal) —un personaje auténtico que es el autor del libro en que se basa la película— a la casa del viejo e introvertido proyeccionista, donde progresivamente se va insertando una atmósfera inquietante, que llega a su paroxismo cuando ambos descienden al sótano de su vivienda. Cierto es que la caracterización del actor en esta ocasión lo asemeja a un remedo de Boris Karloff, pero ello no impide reconocer la casi física apreciación de angustia que compartimos con el inquieto joven.

zodiac2

Esas sensaciones, matizadas por un prisma de contraste entre la impunidad y el horror con el semblante de la justicia, se manifiestan en los dos encuentros que se mantienen con Arthur Leigh Allen —sempiterno sospechoso de estos crímenes, aunque jamás acusado directamente como tal—, especialmente en el breve y casi final que se produce entre este y Graysmith, que para el segundo no supondrá más que la conclusión de largos años de búsqueda del criminal, ya que se ha convertido para él en una obsesión solo comparable a la que el capitán Achab tenía con la ballena blanca. Una obsesión aparentemente sin justificación alguna, y que superará el interés que inicialmente demostraron el inspector Toschi (Mark Ruffalo) y el periodista de sucesos Paul Avery (Robert Downey Jr.). Ambos finalmente se convertirán en dos víctimas, no del propio asesino, sino de una sociedad que muy pronto olvida atrocidades como las cometidas, puesto que en cierta forma, suponen la expresión de una sociedad enferma, llena de burócratas que jamás colaboran y, en buena medida —y son palabras finales de un desengañado Avery—, no aportan más que una pequeña contabilidad de crímenes, muy superada por los accidentes que se sufre en la vida diaria. Es a ese respecto, cuando Zodiac responde asimismo a una reflexión sobre la relatividad del mal, la cual no queda ajena a los vaivenes de la memoria. Años después de estos crímenes, y cuando aún incluso el asesino mantenga una aparición epistolar posterior, las pruebas, testimonios y elementos de juicio han desaparecido o han engrosado los voluminosos archivos de alguna comisaría. Como demuestra Fincher, el olvido tiene un especial acomodo para aquellos hechos tan incómodos como terribles y dolorosos que no se han podido contrarrestar, y contra ello finalmente no podrá ni la cruzada realizada por un joven empeñado —quizá por su innata afición a los acertijos—, en lograr desentrañar la identidad y el objeto de un asesino que —según señala en sus cartas— mata para dejar de sufrir dolores.

Zodiac roza el calificativo de obra maestra. Tan sólo ciertos apuntes un tanto caricaturescos en el personaje que encarna Robert Downey Jr., o alguna leve tendencia a la manipulación del miedo —en la reaparición al hogar de la esposa de Graysmith, se inserta previamente el fondo sonoro identificativo de las secuencias en las que se ha detectado la presencia del asesino—, en modo alguno puede invalidar una propuesta rigurosa en su planteamiento, precisa e inspirada en sus formas, atrevida en su planteamiento, suave en su apariencia y extremadamente honda en su fondo. En pocas ocasiones el cine norteamericano ha logrado penetrar en la entraña del lado oscuro de su personalidad contemporánea. Estamos hablando de títulos como Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1955. Fritz Lang), Psicosis, (Psycho, 1960. Alfred Hitchcock), A sangre fría (In Cold Blood, 1967. Richard Brooks) o El héroe anda suelto (Targets, 1968. Peter Bogdanovich). Puede parecer una aseveración excesivamente rotunda, pero el film de Fincher engrosa esa reducida y privilegiada relación por derecho propio, erigiéndose quizá como la mejor película de 2007, y aún hoy la sigo considerando como la cima en la obra de su realizador.