Tolstói y los demás
Coincidencia o no, este año se cumple el centenario de la muerte de uno de los escritores más ilustres de la literatura universal, León Tolstói (1928-1910). Durante los últimos meses de vida del autor de Guerra y Paz (1865) y Anna Karénina (1875) transcurre la adaptación que el guionista y director norteamericano Michael Hoffman ha realizado de La última estación, novela escrita por el también norteamericano Jay Parini (Ed. Península, 1995). León Nikoláyevich (así le llamaban sus fervientes adeptos, los tolstoianos, y que aquí encarna Christopher Plummer), en una de sus frecuentes crisis espirituales, decidió huir del hogar familiar —Yásnaya Polyana— con la complicidad de su hija Sasha (Anne-Marie Duff) para encontrar cierta paz que su esposa Sofía Andreyevna (Helen Mirren) estaba quebrantando con su actitud recelosa en relación a los bienes y derechos de autor de la obra de su marido, un legado demasiado suculento que Vladimir Chertkov (Paul Giamatti), leal discípulo de Tolstói, ejecutaría como albacea según su última voluntad. La última estación —la película— aborda, en clave tragicómica, los vaivenes sentimentales de León y Sofía desde la perspectiva del joven Valentín Bulgakov (James McAvoy), personaje-faro que entra en la casa como ayudante del escritor y que descubrirá, por primera vez, las vicisitudes del amor al conocer a una seguidora del tolstoísmo, Masha (Kerry Condon). Quizás sea una estrategia narrativa demasiada obvia, pero también es una manera muy efectiva de que el espectador no familiarizado con la vida y obra de Tolstoi se sienta rápida y cómodamente inmerso en su entorno doméstico (y de fondo, una Rusia zarista prerrevoucionaria). No es ajeno a esta maniobra dramática el (a ratos plúmbeo) ropaje teatral que sustenta los momentos más intensos del film, de alguna manera concebidos para que los actores (especialmente Plummer y Mirren, impecables protagonistas de la función) se luzcan como es debido. Si no fuera por el considerable número de acciones presentes en el film de principio a fin, en ocasiones parece que estuviéramos contemplando una obra inspirada en el teatro de Anton Chejov, Y en determinadas situaciones, Casa de muñecas (1879) de Henrik Ibsen.
Michael Hoffman no es un cineasta del que esperes con impaciencia su próximo trabajo. Pero sí es destacable la disparidad con la que ha construido parte de su filmografía: adaptó, con más pena que gloria, El sueño de una noche de verano (A Midsummer Night’s Dream, 1999) de la obra homónima de William Shakespeare; y también trasladó a imágenes un guión escrito para la gran pantalla por el escritor Don DeLillo, la no estrenada aquí Game 6 (2005). Por el camino, el director capitaneó dignos e inocuos vehículos de lucimiento para George Clooney, Michelle Pfeiffer, Hugh Grant, Sally Field o Kevin Kline —¿alguien recuerda la descacharrante Escándalo en el plató (Soapdish, 1991)— que corroboran ese buen hacer con los actores y actrices que se encontraban a su servicio (¿o es, más bien, al revés?). Sería muy fácil deducir que el gran atractivo de La última estación sean sus intérpretes, pero en el fondo es así. El problema, en cambio, reside en el tono de la propuesta. Hoffman se acerca con enfática tendencia melodramática a los problemas conyugales de León y Sofía, en detrimento de una austeridad más acorde con la incomunicación, soledad y contradicciones que también los asolan (en este sentido, Felicidad conyugal, escrita por Tolstói en 1858, podría haber sido un excelente ejemplo a seguir); a su vez, el (forzado) contraste que se quiere lograr entre ambas parejas, la adulta y la joven, no posee un cariz relevante y específico en todo el conjunto —el affair sentimental entre Valentin y Masha se conforma como la trama más insustancial de todas, todo un hándicap para la fluidez de un relato que se propone trascendente—. Hoffman sabe despedirse correctamente del agradecido material que tiene entre manos a pesar de caer en cierta grandilocuencia escenográfica. El lacrimógeno pasaje final ambientado en la localidad ferroviaria de Astápovo nos hace pensar que León Tolstói abrazaba de manera alegórica la figura del tren con el paso del tiempo y el ocaso de la existencia. El inolvidable final de Anna Karénina sigue siendo, en este sentido, revelador.