Deadwood

No es tiempo de héroes

Un territorio ganado a los indios se convierte en una ciudad sin ley, mientras la fiebre del oro atrae a miles de pioneros. Así nació Deadwood en 1875, en Dakota del Sur, un lugar fronterizo convertido en leyenda por la presencia en sus embarradas calles de varios mitos del Oeste americano. Con la idea de reflejar lo más fielmente posible la ciudad y sus célebres habitantes, David Milch, guionista de Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981-87) y coproductor junto a Steven Boccho de Policías de Nueva York (NYPD Blue, 1993-2005), comenzó en 2001 a preparar una serie sobre Deadwood para la HBO. Partiendo de los hechos reales pero dejando vía libre a la ficción, Milch siguió el formato HBO y su apabullante estándar de calidad para dar una vuelta de tuerca televisiva al género del western, explotado hasta la saciedad por Hollywood.

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Si Los Soprano (The Sopranos, David Chase) era una revisión de las películas de mafiosos de Coppola y Scorsese presentando a un capo de la mafia y su familia desde un ángulo psicológico y costumbrista, y The Wire (David Simon y Ed Burns, 2002-07) una serie policíaca que se centraba más en deconstruir el mito del sueño americano que en una trama criminal, Deadwood rechaza desde el comienzo los hermosos paisajes de las Montañas Rocosas y los héroes a la antigua usanza para mostrar sin tapujos toda la violencia, la suciedad y el caos inherentes al nacimiento de los EEUU. A lo largo de tres temporadas (2002-2005), antes de que el show fuera cancelado por culpa de la costosa ambientación, Deadwood se encargó de desmitificar, una por una, todas las creencias sobre la época trasladadas al inconsciente colectivo por el cine clásico americano. No hay duelos al sol, sino tiros por la espalda. Los indios son salvajes, pero casi siempre aparecen fuera de campo, como si fueran una amenaza ausente. En un lugar en el que a los muertos se los comen los cerdos, el sexo y la violencia están a flor de piel y la adaptación del lenguaje a la actualidad convierte a los personajes en los más malhablados (con permiso de The Wire) de la televisión. Llevando al extremo la idea de western crepuscular que puso en marcha Clint Eastwood con Sin perdón (Unforgiven, 1992), y haciendo aún más presente la violencia hiperrealista de las películas de Sam Peckinpah, Milch construye un puñado de personajes inolvidables y el poblado de colonos más realista, sucio y corrupto jamás mostrado en imágenes.

No es coincidencia que el primer capítulo de la serie lo dirigiera Walter Hill, empeñado desde los años 80 en revitalizar el género y autor de Wild Bill (1995), referente estético para la ambientación de Deadwood. En ese primer episodio, además de presentar a los personajes principales, se marcan las líneas maestras de lo que ocurrirá en próximos capítulos y de la impecable puesta en escena de Deadwood. Como en otros productos de la HBO, el espectador no avezado tiene problemas para adaptarse y seguir el ritmo del montaje y del desarrollo de la trama, plagados de anticlímax y de puntos de fuga que se retomarán en capítulos posteriores. Por encima de Seth Bullock (Timothy Olyphant) o Wild Bill Hickok (Keith Carradine), supuestos héroes en horas bajas, surge con fuerza un personaje que ha pasado ya a la historia de la televisión. Se trata de Al Swearengen (Ian McShane), otro pionero real de la auténtica Deadwood, convertido aquí en la némesis de Bullock y en el poder en la sombra de la ciudad. El propietario de un Saloon plagado de putas y secuaces se dedica durante las tres temporadas a maquinar, pegar, matar, gritar y maldecir con tal de mantener controlada su cuota de poder. Cocksucker y todas las variaciones de fuck son sus palabras favoritas y las intercala en discursos que van mucho más allá de la maldad absoluta de los habituales villanos del cine. Su ambigüedad moral y su particular escala de principios dominan el esquema argumental de la serie y Milch, rendido a la magistral interpretación de McShane, fue otorgándole cada vez mayor protagonismo, con una tercera temporada apoteósica en la que Bullock y Swearengen se unen para derrotar a George Hearst, este sí, villano (capitalista) de pies a cabeza.

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Con el miedo a la presencia de los indios todavía presente, los colonos construyen una ciudad podrida desde los cimientos. Y el interés de Milch y los demás guionistas de Deadwood es mostrar cómo del caos surge la civilización, entendida como el gobierno de los poderosos sobre los débiles, la separación entre los que dictan las normas y los que las acatan sin rechistar. En el primer bando estarían Swearengen, Cy Tolliver y George Hearst, pero también el presuntamente intachable Seth Bullock, cuyas dobleces morales quedan al descubierto en más de una ocasión. Es un eterno tira y afloja, una espiral que va dejando decenas de muertos a su paso, víctimas de la codicia de los poderosos, y que es paralela a la evolución de la propia ciudad, en la que se instala un banco, llegan las vías del ferrocarril y hay más prostitutas que habitantes. La política y la corrupción inherente a ella van inoculándose como un veneno en lo que comenzó siendo una ciudad sin ley, y la brutalidad del Swearengen de la primera temporada parece una caricia comparada con la violencia taimada y sin límites del George Hearst de la tercera. Así, Deadwood va más allá del western crepuscular y señala el final del conocido como salvaje oeste para introducirnos directamente en el capitalismo salvaje.

La fuerza de la serie reside fundamentalmente en la construcción de los personajes y en un reparto a la altura del reto planteado. Bill Hickok languideciendo a lingotazos de whisky y partidas de póquer; Calamity Jane como una borrachaza malhablada y de buen corazón; E.B. Farnum o la cobardía como principio moral; Alma y su adicción al láudano… Todos forman parte de un fascinante mosaico sobre el que flota un pesimismo radical, apoyado muchas veces en el humor negro y en referencias o pequeños homenajes a los clásicos.

Cuando anunciaron la cancelación de la serie, Milch firmó con la HBO terminar la historia con dos películas. El tiempo fue pasando y la cadena no se mostró muy interesada en financiar el final de Deadwood. Los costosos decorados fueron destruidos y Sol Star, Cy Tolliver, Seth Bullock y Wild Bill Hickok, ya no vivirán más que en el recuerdo de un puñado de espectadores orgullosos de haber presenciado la mejor serie sobre el Oeste jamás realizada. En un tiempo en el que ya no resultan creíbles los héroes intachables, en el que no hay más John Waynes, Gary Coopers o James Stewarts (y, por tanto, no más Ethan Edwards, Will Kanes, ni Ransom Stoddards) sólo nos queda solazarnos con ese lejano brillo en los ojos de un malvado convertido en héroe, el perverso, deslenguado y genial Al Swearengen.