Federico Fellini

La gran caricatura del mundo

Si de forma habitual, a la hora de abordar la obra de cualquier artista, resulta sumamente interesante conocer aquellos datos biográficos que sirvan para dar sentido a sus creaciones, en el caso particular de Federico Fellini resulta tan necesario que podemos llegar a afirmar que esto es trascendental. Saber, por ejemplo, que desde su adolescencia fue reconocido como un gran caricaturista —y que de hecho éste fue uno de sus primeros trabajos remunerados al llegar a Roma con 19 años— ayuda a situar en su contexto esa especial mirada que siempre acompañó a Fellini —incluso cuando equivocadamente se le colocó en la órbita del neorrealismo— y que, por evidente, resulta en sí mismo un dato redundante: el Fellini-director no dejó de ser nunca otro diferente que el Fellini-caricaturista más allá de sustituir su lápiz por la cámara de cine.

Su afición a la deformación y la exageración de los rasgos distintivos de todo aquello a lo que miraba puede ser entendida como un reflejo de eso que se viene a conocer como la condición humana, lo que nos individualiza marcando una personalidad intransferible que nos aísla como seres únicos. Y, sin embargo, tampoco podemos olvidar que cada uno de nosotros se inserta en un paisaje —histórico, político, social, cultural…— que nos imprime un sentido vital que, en otras circunstancias, pudiera modelarnos de otra manera. Por ello, que Federico Fellini naciera y creciera en la Italia de Benito Mussolini no sólo no lo podemos pasar por alto, sino que adquiere en él una significancia y una importancia muy diferente a la de cualquiera de sus coetáneos y compatriotas, pues ninguno de ellos debió tanto a la idiosincrasia del fascismo italiano como Fellini.

A través de Entrevista (Intervista, 1987), su penúltima película y ejemplar desfile de fantasmas, asistimos —con la necesaria prudencia de quienes sabemos que presenciamos las elucubraciones de un mentiroso compulsivo— a la recreación de uno de los episodios vitales del propio Fellini, tan significativo que podemos afirmar que para el director supone un ínclito determinante en su vida: el director elige como alter ego para situarse dentro de uno de los episodios expuestos a un jovenzuelo recién llegado a la fascinante Roma, con su mirada de aldeano perdido en la gran urbe que de repente descubre un nuevo universo de figurantes y cartón-piedra. Son los estudios de Cinecittá —inaugurados por el aparato propagandístico de Il Duce en 1937, unos pocos años antes de la acción recreada por Fellini—, creados para competir con la maquinaria creadora de sueños de Hollywood. Los estudios romanos nacieron, pues, con la intención de evadir de forma controlada la conciencia colectiva de todo un pueblo que vivía bajo la dictadura y la miseria, y la recurrencia al exotismo hacía que por los pasillos de aquella factoría de ilusiones se cruzaran escenografías donde se mezclaban de forma heterogénea y desmandada distintos universos, decorados y vestuarios, forjando un universo nuevo, único y genuino que resultaba de la suma de diversas fantasías ajenas inscritas en el lejano Oriente, África o el esplendor pasado de una Roma habitada por gladiadores y legionarios. Y de esa mixtura tan bizarra, tan granguiñolesca, tan kitsch, surgió sin duda ese interés de Federico Fellini por lo grotesco, por lo deformado, por lo anómalo que convive a nuestro alrededor, impregnándose así todo su mundo de una genuina pátina de rareza que configuró su sello personal a la hora de transmitir su mirada más íntima, aquella que le define como personalidad indiscutible.

Porque el fascismo —y sobre todo el italiano— no dejaba de ser en sí mismo risible y bufonesco, y el propio Duce —friki apasionado por la represión y la muerte— una caricatura de los delirios de grandeza de aquellos italianos sumidos en la desorientación que produce la onírica quimera de recuperar el esplendor perdido: en Amarcord (Id., 1973) los desfiles a la carrera de los camisas negras o el paso a altas horas de la madrugada de un titánico trasatlántico llamado Rex —nombre suficientemente rimbombante que aludía a una de las joyas de la corona fascista, y que en la película es tan falso y tan de cartón-piedra como el propio régimen— remiten a la parafernalia cómica de una sociedad delirante, inserta en un engaño colectivo asumido como real por todo un pueblo necesitado de identidad y esperanzas, por muy falsas que éstas fueran. Al fin y al cabo el fascismo, sin proponérselo —qué más le hubiera gustado—, fue felliniano, pues en su epidermis convergieron todas aquellas formas que después el director supo asimilar como propias.

Y el niño-Fellini —que nunca dejó de serlo, manteniendo vivo el espíritu juvenil hasta el final de sus días— dice recordar. Y lo hace a su manera, pues ¿quién nos dice que las cosas no sucedieron tal y como están impresas en nuestra memoria? «Realismo es una mala palabra. En cierto sentido, todo es realismo. No veo la línea divisoria entre lo real y lo imaginario. […] Filmo porque me gusta contar mentiras, inventar historias y contar cosas que vi, personajes que conocí» (Ripoll-Freixes, Enric, Entrevista a Fellini, Roma, Aymá S.A. Editora —colección Voz Imagen, serie Cine-29—, Barcelona, 1976, pág. 189). Recuerdos, fantasías, invenciones, sueños… Todo forma parte de la memoria, pues cada uno de estos elementos sirve de puente tendido entre lo real y lo imaginado.

La fantasía para él —y para todos nosotros— no deja de ser una herramienta al servicio de la verdad, siempre y cuando se asuma que la mentira también proporciona belleza, pues la realidad a veces —o casi siempre— nos golpea con su fealdad, con su falta de armonía. El universo felliniano está compuesto por planetas en los que las mentiras parecen mentiras, pues hasta los buggiardi —término para designar a esa mezcla de mentirosos, canallas y truhanes que despiertan simpatía por su picaresca— han de tener su propia ética, advirtiendo de su juego. Por eso Fellini siempre desmonta los entresijos de la representación, ya sea ésta la fotonovela en El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), el mundo circense en Los clowns (I clowns, 1970) o la televisión en Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985), pasando por la propia maquinaria cinematográfica en Fellini 8 ½ (Otto e mezzo, 1963), Y la nave va (E la nave va, 1983) y Entrevista. Deformar la realidad es mejorarla en el sentido en el que uno mismo cree que el mundo puede ser mejor. Es el triunfo de la desrealidad —como él mismo lo definía—, ya que para amar la irrealidad hay que mostrar la tramoya.

Así, sus personajes tienen que enfrentarse tarde o temprano a la desilusión, pues mientras vivían dentro de la fantasía todo cuadraba, todo era cálido y acogedor. Después de chocar con(tra) la realidad ya nada vuelve a ser lo mismo, y todos ellos caen en la desesperanza de la frustración que provoca la nostalgia por un tiempo que se ha ido y nunca volverá. Incluso el propio Fellini acabará siendo víctima de su propio discurso de denuncia, pues la televisión —su gran bestia negra en los últimos años de su carrera— le mostraba un mundo peligrosamente real pues, sin dejar de ser una ficción, no mostraba las cartas, el truco, la pantomima, como todo buen truhán debe hacer. «Los sucesos más catastróficos no nos impresionan más de lo que lo harían si los viéramos representados en una ficción, en una comedia, en un film», decía con respecto a este terrible medio de comunicación (Tassone, Aldo, Fellini. ‘E la nave va’, Dirigido por… nº. 109, noviembre 1983, p. 34). Una lástima que, a pesar de todos sus defectos, no lograra atisbar también todas sus magníficas posibilidades.