The Runaways

Inocencia interrumpida

Hay algunas películas que dejan clara su naturaleza desde el minuto 0 del metraje. Sería por ejemplo el caso de The Runaways, cuyo plano inaugural nos muestra unas gotas de sangre menstrual cayendo sobre el asfalto. Llamativo recurso visual que sirve para ilustrar (disculpen la carpetovetónica expresión) el paso de niña a mujer de su protagonista, Cherie Currie (Dakota Fanning). Es sangre de un rojo irreal, plástico, en las antípodas de la que le sobrevenía a Sissy Spacek en el traumático inicio de Carrie (Brian de Palma, 1976). No sabemos si se trata de algo hecho ex profeso, pero aunque concedamos a la directora Floria Sigismondi el beneficio de la duda, el caso es que este detalle estético indica con toda claridad la estrategia que va a seguir la película: convertir temas y situaciones potencialmente polémicas —léase escenas de sexo y consumo de drogas protagonizadas por adolescentes— en algo para (casi) todos los públicos. Afirma que le gusta jugar con fuego, pero aquí no hay rastro de ningún incendio.

¿Es eso algo malo? No necesariamente: Sin ir más lejos, Ed Wood (Tim Burton, 1994) es una obra maestra fundamentada en la idealización de unos hechos y personajes cuya realidad resultó bastante más sombría. Lo único que pone de manifiesto The Runaways es la dificultad de amoldar unas vidas reales a las necesidades de la ficción, especialmente si las personas implicadas suministran la base narrativa —Neon Angel: The Cherie Currie Story, autobiografía de la susodicha— y pagan el tinglado —Joan Jett figura como productora ejecutiva—. Pero antes de seguir quizás sea conveniente explicar quienes fueron The Runaways y por qué son merecedoras de un biopic.

En el imaginario del rock setentero, The Runaways han quedado como pioneras y máximo exponente del arquetipo de chicas salvajes —aunque no debemos olvidar predecesoras tan evidentes e inmediatos como su admirada Suzi Quatro—, un grupo formado exclusivamente por adolescentes que actuaba como revulsivo de las girls bands y presentaba la por aquel entonces chocante estampa de unas jovencitas empuñando guitarras eléctricas. Hay quien ha querido ver en ellas una formación pseudo-feminista, un antecedente de las riot girls de los noventa; afirmación un tanto arriesgada si tenemos en cuenta que la máxima ambición de las Runaways parecía ser emular a sus ídolos (masculinos): Iggy Pop, David Bowie… Más allá de la indudable influencia que han tenido a posteriori, y pese a que a un nivel estrictamente musical no tengan la enjundia de una Patti Smith o una Siouxsie Sioux, el factor que las hace verdaderamente interesantes es su extrema juventud (ninguna de ellas llegaba a la mayoría de edad). Kim Fowley, demonizado productor y manager de aura equiparable a la de Malcom Mclaren sacó todo el partido que pudo al elemento morboso, ejemplificado en una sesión de fotos publicada en una revista japonesa donde se podía ver a la cantante Cherie Currie en posados más que insinuantes. Podían hacer tanto ruido como el que más, pero la maquinaria de la industria musical las quebró prematuramente. No eran un grupo de laboratorio, pero su formación no dependió tanto de la espontaneidad como del olfato de Fowley, y en el documental Edgeplay. A Film About The Runaways (Vicky Blue, 2004) declaran que fueron un grupo de chicas a las que nunca se les permitió aquello que hubiera sido natural: ser amigas. Ahí está, creo, la materia dramática de su historia, aquello que la diferencia de tantos otros biopic modelo auge y caída. Es una pena que las responsables de la película parezcan tener otros intereses.

Vista como biopic musical al uso, The Runaways cumple con lo que se podría esperar de ella. Tiene las dosis justas de euforia y bajón, de inocencia y malicia y permite a los protagonistas lucirse en sus respectivos roles: Kristen Stewart sigue sin poder sacudirse del todo esa expresión de hastío emo que parece ser el hilo conductor de todas sus interpretaciones. Aún así, su Joan Jett es creíble; especialmente en el tramo final de la película, cuando queda demostrado que era la más madura y cabal del grupo (a la postre, la única que triunfaría una vez disuelta la banda). Michael Shannon sabe que Kim Fowley es un personaje con peligro, y lo sirve con arrogante carisma y el necesario punto de retorcimiento (Sospecho que si Cherie Currie no hubiese enterrado el hacha con Fowley hará cosa de dos años ahora estaríamos hablando de un personaje mucho más perverso. La cantante había llegado a declarar en alguna ocasión que el productor merecía la muerte). Sin embargo, la parte del león se la lleva Dakota Fanning, quien además de resultar adecuadísima por edad y físico para encarnar a Cherie Currie transmite espléndidamente el revoltijo de emociones y confusión vital, sexual y química que debía ser su cabeza por aquel entonces. Suya es además la mejor escena de la película, aquella en que Currie planta cara a su instituto con un emocionante playback de Lady Grinning Soul de David Bowie (Aprovechemos para mencionar que Floria Sigismondi, antes de debutar en el largometraje con la presente película, ya contaba con una interesantísima trayectoria como fotógrafa y realizadora de videoclips, habiendo trabajado con el propio Bowie, The Cure, Fiona Apple o Marilyn Manson. De entre sus clips más recientes destaca el magnífico video de Blue Orchid para The White Stripes. Pese a que el vínculo con el mundo musical se mantiene en The Runaways, es difícil encontrar en esta ópera prima rastros de la imaginería que la había caracterizado hasta el momento, siempre colindante con lo siniestro).

Hemos dicho antes que el film se basa en la biografía de la cantante, y de la misma manera que agradecemos que no nos escamotee sus excesos también debemos lamentar que su punto de vista ensombrezca el resto de integrantes del grupo, con la obvia excepción de Jett. Sandy West (batería) apenas es una figura de fondo y la tensa relación entre Lita Ford (guitarra) y Currie queda reducida a una escena que desemboca en la salida del grupo de esta última. Jackie Fox, la más representativa de las diversas bajistas que pasaron por Runaways, tuvo tanto celo respecto al tratamiento que se daba de su persona (llegando a enfrentarse con Joan Jett en los tribunales), que en la película la encargada de tocar las cuatro cuerdas es una imaginaria sustituta llamada Robin. Eso nos priva de uno de los episodios más dramáticos en la biografía del grupo: la tentativa de suicidio de Fox durante su gira por Japón, que marcó su pico de popularidad al mismo tiempo que las empujó a una caída libre en lo personal.

Por todo ello sería recomendable complementar el visionado de la película de Sigismondi con la anteriormente citada Edgeplay. Aunque precario en lo estrictamente cinematográfico —no se aparte del ensamblaje de entrevistas y de material de archivo—, este documental tiene su gran baza en las declaraciones de primera mano de Kim Fowley y de todas las integrantes de Runaways —excepto Joan Jett—. Testimonios en carne viva favorecidos seguramente por la intimidad que proporciona el hecho de que su directora, Vicky Blue, fuera precisamente quien sustituyó a Jackie Fox en el grupo. Comparando las palabras de estas mujeres con la ficción que nos ofrecen Jett y Currie uno termina convencido de que, incluso cuando se trata de renegados, la Historia siempre la terminan contando los ganadores.