Chatterbox

Qué veloces que son cuando les interesa algo. Hacía apenas dos horas había prometido via Facebook una película sobre un coño que habla y ahí estaba la cuadrilla al completo, rebosante de expectación, poniéndose morada en nuestra mesa VIP del Foster´s Hollywood (ser VIP en el Foster´s es más triste que dar una conferencia en un aquapark), unos nachos de guacamole por aquí, un plato Roll & Rock por allá, refill de Pepsi en jarra por acullá, el tiempo corriendo y amontonándose, y nosotros tan ridículos y descontrolados como siempre, hablando de obscenidades  y frustraciones a fondo perdido… No faltaba ninguno de los que tenían que estar; Nico, con una camiseta de Burst City manchada de ketchup de sobre y bermudas agrietadas por una plancha asesina; Violeta, la única fan de Richard Kern con corrector dental que he tenido el placer de conocer en persona; la pulcra Esme y el misterioso Nacho, de rigurosa etiqueta zombi para la ocasión; y finalmente Susito, creador del celebérrimo El fanzine de Susito (tres ejemplares vendidos en el Expocomic madrileño del 2004, grapado a mano), enciclopedia portátil de cine oriental, cuya atronadora y puntual erupción cutánea no había podido con sus ganas de resolver el enigma. Al poco rato, empezaron a preguntarme por el título de la película en cuestión pero yo me hice el tonto, o más bien el listillo, y preferí jugar a que la adivinaran. El sexo que habla (Le sexe qui parle. Claude Mulot, 1975), aquella pequeña obra maestra del porno chic francés, desgarradora y malrollera como un Bergman revientabraguetas, estaba en boca de todos, cuando no las grasientas alitas o los aros de cebolla bañados en salsa barbacoa. Pero no, aquella película oscura y sublime era demasiado conocida, demasiado visible. También asomó su enorme cabeza roja por ahí El ojete de Lulú (1986), un simpático pornete de Jesús Franco, que algunos habían visto y otros no, pero que hubiera podido caer sin problemas en una sesión noctámbula de las nuestras. Pasándose de lista, Esme saltó de género, de sexo, y hasta de rollo, y se puso a hablar de Lo mío y yo (Me & Him. Doris Dörrie, 1988) como una descosida. Nico hizo hincapié en como los intelectuales comprometidos, a veces, hacían cine basura sin proponérselo. Si eres alemana lo tienes más fácil, apostilló Violeta. Y Esme subrayó entonces que si los franceses podían hacer sus películas de coños que hablaban, las alemanas tenían todo el derecho del mundo a contratacar con películas de pollas parlantes. La mesa en pleno estuvo de acuerdo. Qué ricura cuando el feminismo se convierte en eso.

A la salida, abriéndonos camino hacia Sainz de Baranda, Violeta estuvo hablando de su necesidad vital de hacer una versión porno gay de The Human Centipede (Tom Six, 2009) con una vieja cámara de Súper 8. La he visto salir indemne y orgullosa de peores propósitos. Y ya en el pisito, subido en una mesa de cristal que hacía las veces de tarima go-gó-elástica, me dispuse a descubrir el secreto. Las apuestas seguían todas a una por El sexo que habla, dando rampantes muestras de una atronadora falta de imaginación. Pero no, esta vez no iba a ser tan fácil.

Y así las cosas, imbuido en mi nuevo rol de funambulista, como si me hubiera preparado toda la vida para aquella frase, exclamé orgulloso:

«Esta noche vamos a llegar un poco más lejos en este viaje a lo desconocido. No veremos una película sobre un coño parlante. Veremos una película sobre un coño cantante.»

Chatterbox es la única película sobre un coño cantante que conozco y probablemente la única que se haya hecho jamás. La dirigió Tom de Simone, bendito sea, en 1977 y el resultado es lo más parecido a si la película de Mulot hubiera pasado por el oxidado túrmix de los backstages de Broadway, siendo aderezada con sabiduría por las enseñanzas del vodevil de José Luis Moreno y con unas gotas de comedia romántica camp más grande (e imposible) que la vida. Su estrella absoluta, dueña de esa boquita de voz melosa situada en la zona más inadecuada, es otro gran incentivo: Candice Rialson, prota de clásicos sexploitation de la catadura de Summer School Teachers (Barbara Peeters, 1979) y Hollywood Boulevard (Allan Arkush y Joe Dante, 1976), y una de las favoritas de Quentin Tarantino, quien se inspiró en ella para el personaje de Bridget Fonda en Jackie Brown (1997).

John Waters considera Chatterbox la película más hortera producida por un estudio, y él no es precisamente un lego en la materia. Tom de Simone, su director, venía precisamente del porno gay (guiño a Violeta, que alza sus piernazas y abre la boca de hojalata con un hilillo de baba cristalina), donde no se había cortado a la hora de llevar a cabo los experimentos más psicotrópicos con o sin empleo del 3D pre-avatarino, poco tiempo después de labrarse una reputación como director de películas educativas para niños. El paso por una producción de este tipo, y la exposición directa a las radiciones de Candice y su vagina cantarina, provocarían un notable giro en su trayectoria: ya en los ochenta, se convertiría en un gran especialista del cine Wip hetero, las clásicas películas eróticas de cárceles de mujeres, facturando pequeños clásicos del subgénero como La jungla de cemento (The Concrete Jungle, 1982) o la divertida y satírica Motín en el reformatorio de mujeres (Reform School Girls, 1986).

No hace falta decir que el visionado de Chatterbox supera ampliamente cualquier expectativa. El dislocado argumento nos presenta a Penny, una atractiva y modosita empleada de un salón de belleza que, una noche, en plena refriega sexual con su novio, descrubre la existencia de una vocecita que viene de lo más profundo de su ser, y que no sólo habla como una cotorra, sino que entona requetebién. Es el nacimiento de Virginia, la vagina cantante. En un primer momento, la situación la empujará a los más insólitos encuentros eróticos, como el polvo con todo un equipo de baloncesto en el interior de un autobús, y poco después a probar las mieles de la fama en conciertos, espectáculos y concursos de televisión. Hay que decir que la película de De Simone tiene una factura rematadamente torpe (para el recuerdo el momento en que Rip Taylor divisa un micrófono en la parte superior de la escena y mira a la cámara con cara de circunstancias), que su humor es tan chusco como elemental, sus números musicales redefinen el concepto de mal gusto y su escueta duración apenas desarrolla las posibilidades de una premisa tronchante como pocas. Pero sería de ingratos no reconocer la existencia de ideas y secuencias espléndidas, como aquella en la que Virginia canta el himno nacional en un partido de la Super Bowl, o su ridícula aparición —verlo y no creerlo— en el programa The Dating Game, aquel concurso de citas que en nuestro país se adaptó como ¡Vivan los novios!. La historia cuenta además una bonita historia de amor —por paradójico que resulte, el amor siempre ha sido uno de leitmotivs del cine de explotación sexual norteamericano, al menos dentro de la comedia—, que culmina con una secuencia impagable al borde de un acantilado, con ecos de Más allá del valle de las muñecas (Beyond the Valley of the Dolls. Russ Meyer, 1970). Penny, o nuestra querida Candice, se desnuda delante de su enamorado permitiendo que Virginia se lance a cantar. Pero esta vez su balada es brevemente interrumpida por una inesperada segunda voz, tan potente y dulce como la suya. Sí, señores, la polla de su chico también ha aprendido a entonar. La pareja se besa, la cámara gira y el AMOR nuevamente lo envuelve todo.

Después de hora y cuarto de película, Susito había vomitado en el retrete cuarto y mitad de su salmón Papillón, y su abrasiva erupción cutánea había tomado partes de su cara que ni él mismo sabía que existían; Nico se había pasado media hora en mi cuarto, llorando o simulando que lloraba y poniéndose hasta el culo de cereales All-Bran, perdiéndose de paso algunas escenas fundamentales; Esme y Nacho, por su parte, se habían dado el lote durante todo el metraje como dos colegialas lesbianas en un festival de cine de enfermeras. Sólo Violeta me sonríe ojiplática y con las piernas retorcidas de placer, dando muestras evidentes de que ha disfrutado con mi elección. Yo la sonrío y el amor con aroma de cine y comida basura vuelve a poseerlo todo, con la calma de un nublado que extiende su sombra por las montañas. La invisibilidad genera extrañas complicidades. El trash une y desune, crea y descrea, fluye y regresa, como la vida que gira alrededor.

Durante la semana siguiente, Esme me llamó tres veces para decirme que su vagina le había despertado varias veces en plena noche con canciones de las Tess. No la creímos. Un daño colateral de las alitas de pollo, le dije con ganas de tomarle el pelo, pero ella no me río la gracia de baratillo. Ninguno de nosotros le hizo demasiado caso. Al quinto sms dejamos de encontrarlo divertido.