Scott Pilgrim contra el mundo

Enamorarse en 8 bits

En los créditos iniciales de Year of the horse (1997), el espléndido documental de Jim Jarmusch sobre Neil Young y Crazy Horse, se advertía al espectador que aquella era una película para ser escuchada a todo volumen. Idéntica sugerencia podría hacérsele al espectador de Scott Pilgrim vs. the World, un auténtico torbellino de sonido e imágenes que, en su reducido estreno español, ha sido condenado al ostracismo de las multisalas de extrarradio, seguramente a raíz del batacazo que se pegó en la taquilla americana. Ostracismo o no: una película bien puede valer una caminata bajo la lluvia hasta, pongamos por caso, el centro comercial La Maquinista de Barcelona. La última vez que lo hice fue para deslizarme, antes de que fuera demasiado tarde, a través de The Hole (2009), aquella pequeña joya de Joe Dante que pocos supieron ver con los ojos adecuados. Scott Pilgrim también merece el viaje. Su epopeya sentimental en clave de arcade game está hecha para ser vista y oída en un cine decente o, en su defecto, en una pantalla lo más grande posible, bien provistos de refrescos y aperitivos, y con la barra de volumen a punto de desparramarse por el suelo del comedor (¡somos Sex Bob-Omb y que le den a tus parientes o compañeros… durante dos horas!).

El cuarto largometraje de Edgar Wright —a las celebradas Zombies party (Shaun of the dead, 2004) y Arma fatal (Hot fuzz, 2007) habría que añadir su opera prima, una embrionaria comedia del Oeste titulada A fistful of fingers (1995)— quizá va a tardar en encontrar a su público, pero no me cabe duda alguna de que lo hará, aunque sea dentro de cincuenta años y en el marco de una convención de adoradores del MIDI. Se ha dicho que Scott Pilgrim vs. the World es una experiencia saturadora, algo comprensible hasta cierto punto, pues el filme, además de los combates del bueno de Scott contra los ex-novios perversos, es un no parar de anotaciones al márgen en forma de gadgets que nos dicen cosas sobre los personajes. Incluso hay breves insertos de cómic que, si les soy sincero, me costaba seguir de lo rápido que iban los subtítulos en mi pantalla, siguiendo los lacónicos recuerdos de las aventuras de Ramona Flowers. Todos esos accesorios narrativos que algunos juzgarán triviales, sin embargo, responden a la coherencia radical de Wright para con un lenguaje expresivo que hibrida elementos del cómic y de los videojuegos para venirnos a decir, en última instancia, que las iluminaciones y los naufragios sentimentales están compuestos por pequeñas partículas de significado sin relación aparente entre sí, un cúmulo de datos, momentos y sensaciones que ordenamos en un mapa (de la incertidumbre) a la medida de nuestras previsiones para luego descubrir que nada era cómo esperábamos. O que todo era como sabíamos que era antes de que empezáramos a manipular la realidad.

Con todo, y siendo indiscutible que la película, a medida que avanza, deviene un frenético videojuego, su director encuentra tiempo para lo hermoso —siento especial debilidad por la primera noche que Scott y Ramona pasan juntos, mientras nieva sobre Toronto, y lo que él dice cuando ella cambia de opinión: «esto, sea lo que sea, ya me está bien»— y pincela con acierto el retrato de un post-adolescente que, para descubrir lo que quiere y superar su primer idilio tormentoso tendrá que batirse en duelo incluso consigo mismo.

Habrá quien quede K.O. antes de tiempo, quien desista o declare solemnemente que no le importa una mierda lo que le ocurra a Scott, pero creo que este es un filme al que no hay que buscarle muchos defectos. O se simpatiza con la propuesta o no; aquellos que aceptan el reto y se dejan atrapar por el envoltorio visual y sonoro de máquina recreativa terminarán sumidos en un crescendo de emoción infantil y primitiva, como si estuviéramos aporreando botones y derrotando a contrincantes en alguna de esas estancias de la adolescencia, atestadas de humo y de gente que conoce a la perfección la dimensión trágica de la cuenta atrás cuando ya no te quedan monedas. O, en el caso de Scott Pilgrim vs. the World, cuando se acaba la película.

No sé con certeza si podría enamorarme de una chica llamada Ramona Flowers (¿de veras se llama así, o es un nombre en clave para que no la reconozcan antiguos novios?), aunque el color de su pelo cambie cada semana y media. Pero sí reconozco, en la película, a un elemento recurrente de nuestra cosmogonía personal, al menos de la mía: la figura del infame. Los infames son los novios increíbles de las chicas que nos llaman la atención: relativamente fornidos, relativamente maduros, relativamente vendedores de humo, relativamente nosotros. A veces ni eso. Solemos odiarlos por defecto, aunque son un trasunto de algo que podríamos haber sido o que nos gustaría ser. Y, de hecho, el otro día hablaba con un amigo sobre barbudos y él terminó concluyendo: «nosotros tenemos que ser los barbudos». Pero me estoy yendo por las ramas, así que dejemos aquí nuestras frustraciones. Volviendo al día de hoy, y a la película de Edgar Wright, sólo me queda decir que soy fan de Scott Pilgrim. Y que compadezco a aquellos que no hayan logrado serlo.