Hay varios detalles en The Walking Dead que me han hecho recuperar viejos temores. En 2004, Robin Campillo, montador y guionista de Laurent Cantet, especulaba en La resurrección de los muertos (Les revenants) sobre un regreso apacible de los que se fueron y sus consecuencias humanas, es decir, la falta de espacio —físico, moral o económico— para realojarlos. El regreso hacía inestable la posibilidad de sentir dolor por la pérdida del ser querido, pero tampoco garantizaba el restablecimiento de la felicidad añorada porque aquellos no pertenecían a la misma categoría humana. Por eso, ante las plácidas imágenes del filme de Campillo, podíamos sentir una herida, tan abierta como estéril, cuyo único propósito sería el de hacernos ver qué difícil es recuperar unos sentimientos tan íntimos incluso cuando el revenant goza de un aspecto saludable. Nos ha costado demasiado dejarlos ir.
En el primer episodio de The Walking Dead se desarrolla una tensión insoportable alrededor del sentido de dejar ir. En una de sus subtramas, Morgan Jones y Duane, su hijo, permanecen atrincherados en el hogar mientras los muertos vagan por sus inmediaciones. Morgan los observa a través de la mira telescópica de su rifle buscando un objetivo concreto. La caja de recuerdos que sostiene en su regazo nos revela el drama por partida doble: cómo sentir esa pena infinita por su mujer si puede observarla desde su ventana como otra zombi más; y cómo acabar con la vida de su mujer si, aunque zombi, sigue constituyendo el eslabón más débil de lo que ahora forma parte de la caja de recuerdos. Si en el filme de Campillo el retorno inesperado boicoteaba cualquier intento por guardar el duelo, en The Walking Dead es la presencia, viscosa y repulsiva, del propio zombi la que obliga a encontrar un modo de pasar página, de llorar la pérdida. En definitiva, de acostumbrarnos a vivir en ese nuevo mundo.
Rick Grimes, el ayudante del Sheriff, encuentra en su camino el torso de una muchacha que, pese a todo, respira y se mueve sin dirección aparente. Tras su encuentro con los Jones, Rick vuelve en busca del torso, que ha continuado arrastrándose por la hierba. Se trata de un instante terrible porque, a diferencia de otros walkers que han ido apareciendo a lo largo del capítulo, éste parece mostrar cierto ímpetu por llegar a alguna parte —o, tal vez, por no desaparecer, por conservar un ápice de la integridad humana de la que gozó anteriormente—. Rick se acuclilla frente a la muchacha y la observa. Ella le mira y, sabiendo que le disparará una bala en la cabeza, extiende su brazo en señal de misericordia. Rick acaba con ella —estaba tentado de escribir que la mata—, y el montaje en paralelo observa cómo el ayudante del Sheriff es capaz de hacer algo que Morgan no ha podido llevar a cabo: facilitar su salvoconducto hacia esa pena, ese dolor incontenible que manifestamos ante la persona que nos ha abandonado.
Hay una diferencia entre ambos personajes: Rick aún conserva la esperanza de encontrar con vida a su familia; Morgan sólo puede aguardar el momento en que su dedo apriete el gatillo y acabe con el único recuerdo y, al mismo tiempo, el freno a sentir con todas sus fuerzas esa pérdida irreparable. El perfil de Rick es tan antipático como el de un héroe al que se le prohíbe empatizar con aquellos a los que salva. De ahí que una vez esté frente a frente con la zombi sólo pueda decirle que siente lo que le ha sucedido. Se trata de una escena turbia, casi anticlimática si la comparamos con la del francotirador, en la que Rick podría disfrazarse de antropólogo curioso que ayuda a terminar la historia de una pobre muchacha a medio camino entre cielo e infierno.
En el contraste entre ambas historias fluye el verdadero terror a dejar de reconocer a una persona cercana. Morgan permite que su mujer —y su culpa— sigan con vida porque, como los protagonistas de La resurrección de los muertos, no se ve con fuerzas de aceptar como cercana a una persona convertida en una cosa cada vez más ajena. Por eso, más allá de sentar las bases de la serie, la nota de interés de este episodio piloto hay que buscarla en la difícil convivencia emocional en un mundo radicalmente diferente que obliga a vivos y muertos a cuestionarse a quién de los dos les pertenece. Ahí está la similitud entre Rick y la mujer de Morgan: de una u otra manera ambos han vuelto. Y, en ocasiones, da la sensación de que también habría que dejarle ir con su pena, como a otro ilustre superviviente del género como Robert Neville. En ese mundo de walkers todos tienen alguna culpa que sobrellevar.