El cine de Apichatpong Weerasethakul

Caligrafía de la memoria

Todo empezó en Cannes, año 2004. Michael Moore se alza con la Palma de Oro, aunque la crítica (sobre todo la más afrancesada) está mirando en otra dirección. El festival ha concluido, pero la última película de Apichatpong Weerasethakul, que ya había brillado tímidamente con su Blissfully Yours (Sud sanaeha, 2002), llenará revistas, artículos y blogs durante mucho tiempo. Ha nacido una nueva estrella en la constelación autoral, que sumándose a ella, la renueva, la modifica. Algunos recelan (y siguen recelando) de quien temen se trate del nuevo becerro de oro de la colectividad cahierista. Otros, tras la reticencia inicial, se suman a la alabanza. Admito que tardé bastante en atreverme con su obra, seducido como estaba entonces por las formas clásicas del cine americano y del japonés tradicional, adentrándome tímidamente en la modernidad de mano de Kurosawa, Buñuel, Fellini, Bergman o Kaurismaki. Un día como cualquier otro, tuve la audacia de entrar a esa casa sin puertas ni paredes que es su filmografía, quedando atrapado en esa naturaleza agitada y sudorosa que, en cada una de sus piezas (cortos, instalaciones, largometrajes) traza las sendas narrativas y convoca a espectadores y personajes a asistir a los enigmáticos ciclos de la vida y de la muerte.

Cine sensorial, sí, pero también reflexivo. Películas que bombardean nuestros sentidos de estímulos a la vez que se autocomentan, fragmentan, reescriben a sí mismas, son absorbidas por el negro agujero de una chistera y reaparecen transfiguradas por este genial prestidigitador que, dice, no tiene ni idea sobre contar historias. Fractura en dos sus primeras películas, pero la división entre luz y sombra, presente y pasado, cuerpo y espíritu, civilización y naturaleza es más bien equívoca, dificultando una esquematización rutinaria del relato. En Tropical Malady (Sud parlad, 2004) apenas hay más luminosidad que la de los fluorescentes, las bombillas o la del sol de cartón-piedra tras la cabeza de Tong en la secuencia del karaoke. Como en una película de Antonioni, el personaje se deslizará por una oscura grieta abierta en el celuloide. Y de pronto, la película, si no sometida por sí misma a su propia demolición, opta por reacomodarse. Una reescritura casi invisible, que fluye de la primera a la segunda parte sin bruscos cambios de tono, reciclando a los mismos personajes para hablarnos quizás del compromiso que les exige su presente, o de su futuro, o tal vez de otros hombres que no conocíamos hasta entonces, sirviéndose para ello de un cuento popular. La simplicidad de la leyenda folklórica sufre todo tipo de alteraciones, subversiones y reconversiones en las manos de A.W., pero sin perder su sentido primigenio, su universal atemporalidad, a la que el director rinde admiración y culto. Se puede afirmar, pues, que pone sobre la mesa de operaciones el dispositivo fílmico, que será su gran objeto de reflexión, pero también el nuestro. En A letter to Uncle Boonmee (ídem, 2009), la autorreflexión es a la vez medio y fin, resultando de ello un ejercicio fascinante por su capacidad de ser, simultáneamente, un objeto artístico perfectamente autónomo y el making-off de otra película.

En un acto de sincera humildad, Mysterious object at Noon (Dokfa nai meuman, 2000) relega la narración a los otros, al pueblo, a la colectividad, dando lugar a un complejo tejido de voces y gestos anónimos, próximo, y no por casualidad, a la técnica compositiva del cadavre exquis. En los últimos minutos, son los niños (todos los vanguardistas han aspirado, en vano, a soñar como niños) los que terminan de formar (o deformar), con su imaginación vertiginosa, un cuento infinito que solamente concluye porque un narrador no puede vivir para siempre. Por su carácter absolutamente híbrido e inclasificable, la miopía de cierta crítica sigue definiéndola como documental.

Quizás haya algo de verdad en esta supuesta incapacidad de narrar, o mejor dicho, de imaginar narraciones totalmente originales (¿pero sería esto posible para alguien?). No inventa, realmente, relatos nuevos: su narración es un collage de recuerdos, propios y ajenos, sumados y confundidos. Hablamos de un mural que integra la memoria individual y la colectiva, la memoria distorsionada por el tiempo transcurrido o por los mecanismos de su propia transmisión intergeneracional, de una memoria que, igualadora, fusiona lo adquirido en una etapa de madurez intelectual con los programas de televisión de la infancia, es decir la baja y la alta cultura. La memoria conjuga y comulga unas y otras memorias, disuelve las jerarquías en las aguas del ensueño. Películas cuyos contornos son trazados por recuerdos hermanados indistintamente, pero que adquieren una singular cohesión por acción del creador, aquel que alberga los recuerdos propios y los recuerdos de los recuerdos de otros, dándoles forma y convirtiéndolos en la argamasa de sus películas. Incluso puede tratarse de la memoria de lo imposible, de lo nunca vivido: Síndromes y un siglo (Sang sattawat, 2006) es la evocación de la relación amorosa de los padres de A.W., disipada justo antes de que la historia entre ambos tuviera lugar. Un agujero negro se traga, literalmente, esta crónica imposible y, al final, sólo reverberan los compases de la música y los cuerpos (siempre los cuerpos) en movimiento, exultantes, bailando una danza de juventud cristalizada, perenne… eternizada por la memoria, o lo que es lo mismo, por el cine. Juventud, es decir, erotismo en movimiento, como el cuerpo tatuado del inmigrante vitalista que sobrevuela todas las fronteras en esa compacta obrita que es Mobile Men (ídem, 2008).

Con profunda honestidad, Apichatpong ensambla todas esas cosas que en algún momento de nuestra vida nos han fascinado o incluso cambiado. Muchas veces habla de esas películas, libros o tiras cómicas que nos avergüenzan cuando evocamos las sensaciones que nos producían y que hoy, creyéndonos muy intelectuales y  analizándolas bajo determinados parámetros, nos parecen tan insustanciales, tan nimias. Pero el tailandés sabe que el valor lo aporta nuestra percepción, su posición en nuestra memoria, y por eso no deja de mostrar película tras película aquello que lo ha marcado, sin sonrojarse, traduciéndolo para que nosotros seamos capaces de entender el valor que su propia mente le ha aportado. Lo transforma así en algo completamente distinto, pero imprimiendo huellas para que seamos capaces de rastrear unos orígenes de los que nunca ha querido renegar. En sus manos, el brumoso recuerdo de una serie de la infancia  se convierte en un cuento de belleza y purificación de alcance universal y lirismo conmovedor.

Cine que respira, late, vive y se expande ante nosotros a cada segundo. La parsimonia y el lento fluir de las imágenes no estrangulan la vida exhibida, sino que, al contrario, florece ante nuestros ojos y oídos saturados de detalles y movimientos. La presencia de los muertos, sus deseos e incluso las vidas pasadas puntean la narración como emisarios de una naturaleza a cuyos secretos parecen ser los únicos susceptibles de acceder. Cine del cambio físico pero también del espiritual, como le ocurre a aquel monje que en Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Lung Boonmee raluek chat, 2010) contempla aturdido la multiplicidad del yo y las posibilidades a las que está continuamente subordinado. Los mismos actores y los mismos personajes transitan entre películas, mostrando su evolución física y espiritual mediante la variación de gestos y movimientos.  Cine mutante que alcanza su máxima expresión precisamente en Uncle Boonmee…, impúdico batiburrillo de referencias y recuerdos, los que Boonmee relata en su libro y los del entorno del director, donde tienen igual cabida las vanguardias europeas y antiguas películas naif. Suma de mundos que cohabitan en nuestra memoria, de junglas espléndidas, exhalantes y de junglas idealizas, con filtros coloreados de película vieja. Cine que no habla sino de las realidades que conviven en el cine, de las que percibimos, de las que comprendemos, de las que se escapan a nuestro entendimiento, incluso de las que nunca llegan a realizarse. Cine de la memoria, como el de Godard, fraguado en la memoria del cine. Cine que fatiga incansablemente las posibilidades del cine, concebido como el medio que mejor se aproxima a perfilar los perímetros de la memoria y a sugerir las distintas dimensiones de nuestra realidad, que es, por extensión, la realidad del cine.