El amor en fuga
Jonás, que cumplió 19 años en el 2000, es Jonás Trueba. Hasta ahora siempre había sido el hijo de su padre (Fernando, claro está) o incluso el sobrino de su tío (David). Hasta ahora. Ha llegado el momento de que le conozcan por sí mismo. En Todas las canciones hablan de mí, su debut como director de largometraje, ofrece desde luego motivos para crearse un nombre propio en esto del cine. Es fácil rastrear influencias en una obra novel. No lo es tanto encontrar rasgos narrativos originales. Aquí nos topamos con ambas cosas. Podemos encontrar ciertos ecos de la nouvelle vague en la película (p.ej. las citas literarias, insertos de libros incluidos, lo rohmeriano de la historia, o la segmentación en capítulos), pero eso (que no es malo, pues son asociaciones libres y que funcionan muy bien) se disipa cuando la narración comienza a encontrar su propio espacio.
Uno de los principales focos de interés en esta obra es la naturalidad de las interpretaciones y los diálogos, que desprenden una verosimilitud insospechada que permite que nos dejemos llevar por la historia sin estar pendientes de lo mal (o lo bien) que actúa este o aquella, principal problema de muchas operas primas. Simplemente no se piensa que estén interpretando.
Jonás Trueba, además de salir airoso en la dirección de actores (que por supuesto tienen, secundarios incluidos, mucho mérito), demuestra una gran habilidad para la puesta en escena aprovechando los recursos más comunes con un rendimiento óptimo, desde los planos-contraplano que pueden matar de aburrimiento en malas manos y que aquí son casi hipnóticos hasta el empleo de la profundidad de campo de forma notable para contar con imágenes la historia paralela a los diálogos (p.ej. cuando Ramiro y Andrea están en la cama tras su reencuentro sexual después de un tiempo separados), pasando por los planos secuencia, de los que tampoco abusa, que le sirven además para hacer de Madrid un personaje secundario de lujo.
El tema elegido, el retorno de su personaje principal al inicio del ciclo de la vida (amorosa) tras finalizar con una relación de seis años, no deja de ser una excusa tan buena como cualquier otra para mostrar los gozos y las sombras de toda una generación, de modo que igual que el protagonista se da cuenta de que Franco Batiatto habla de él en La estación del amor, esta generación se vea reflejada en la pantalla, en los encuentros de Ramiro con Andrea, o con cualquiera de los satélites que orbitan a su alrededor; en las cafeterías y en los parques, con viejas compañeras de clase o con nuevas amigas, posibles esposas de conveniencia; con sus antiguos amigos a los que el paso del tiempo ha transformado en desconocidos; en los bares de copas, diciendo tonterías con la boca estropajosa como cuando tenía veinte años, intentando recuperar un tiempo, una edad, una época, que no volverán.
A este respecto es maravilloso el penúltimo plano de la película, donde la música se va integrando en la atropellada declaración de amor de Ramiro hasta hacerse con el control total, un Ramiro que intenta expresar oralmente lo que ya ha dejado constar por escrito, intentando recobrar ese amor en fuga. Y es que lo importante es intentarlo. El pasado no volverá, pero el futuro aún está por llegar.