Ley de género
En la selva cada elemento ocupa su lugar. Un perfecto orden sometido a una serie de reglas y leyes intangibles unidas por invisibles hilos que forman la infinitud de un espacio armónico. Si no el caos. La mariposa y la hecatombe en las antípodas. Nada nuevo. Como el cine de género. ¿No puede entonces la naturaleza sorprendernos? Pues David Michôd lo intenta.
Animal Kingdom se abre con una voz sobre fondo negro que dice: «le va a dar un infarto», refiriéndose a la gran cantidad de dinero que puede ganar un concursante de un espectáculo televisivo. A continuación el plano de dicha emisión, y el contraplano de un adolescente viendo el susodicho programa al lado de una madre aparentemente dormida. Pausa. Entran dos enfermeros en el salón. El espectador descubre que la madre está muerta, no dormida. Le ha dado un infarto por sobredosis. El director ya nos lo había dicho, y nosotros no nos habíamos dado cuenta. Puro clasicismo. Aparentemente.
La primera norma para ser original es conocer la tradición. No se puede ser rupturista sin saber qué quieres romper, siendo la mejor ruptura una transición. Y esto es tan importante tanto para el que mira como para el que ve. Con esta película, David Michôd transita por toda la tradición del cine negro sin llegar nunca a penetrar en ella, pero sin perderla un instante de vista, gracias a una particular complicidad con el subconsciente del espectador. Sin esa conexión el film falla. Con ella, tenemos la llave para penetrar en un mundo fascinante depositado en nuestra imaginación. Como nuestro sistema ocular, el film funciona a base de imágenes fijas que el cerebro pone en movimiento.
Animal Kingdom es una película de gángsters donde no se ve ningún atraco. Esos gángsters son una familia muy poderosa y peligrosa, buscados por toda la policía de Melbourne, de la que sólo se nos presenta su patética caída y dos de sus supuestamente amenazadores y terroríficos crímenes: el asesinato por la espalda de dos bisoños policías y la estrangulación de una indefensa niña de instituto a la que habían drogado previamente. A esa familia al parecer la dirige una madre oscura cuya primera mitad del film se pasa dando besos babosos a sus cachorros sin inmutarse cuando van cayendo uno a uno. En este hábitat aparece el adolescente de la primera escena, nieto de la leona castradora, que aporta a la historia el canónico y necesario punto de vista inocente, que no será tal. Ni inocente, ni punto de vista, porque la narración reserva el protagonismo a distintos personajes para cada tramo del film con un tono entre frío y distante, poético y plomizo. Envuelto en un ritmo que desde el principio parece llevarte al final sin terminar nunca de arrancar. Y esa atonalidad cansa y atrae a la vez. Y la historia ya la conoces pero te sorprende constantemente. Y crees desconectar de la película porque no terminas de creerte que se monte semejante parafernalia para detener a esos patéticos individuos que están muertos de miedo aunque tu instinto no deja de conectarte, porque ya has visto su ascensión anteriormente, sabes lo que son, aunque nunca se muestre. Durante dos tercios de la película te encuentras tan desubicado como los personajes. En lucha constante, también como ellos, entre el sí o el no. El me gusta o qué carajo es esto. Se acerca el final y sientes que tienes que tomar partido, porque hay que hacer la crítica. Y te sientes desorientado, curiosamente como J, el adolescente, a quien el poli también le dice que tiene que posicionarse. O estás en un lado, o estás en otro, esto es la selva, las reglas y todo eso, ya sabes. Y te abandonas, que sea lo que Dios quiera, ya soy tuyo David Michôd, haz lo que te de la gana porque ya no espero nada. Es entonces cuando te sorprende con lo que ya esperabas.
Y la mirada de la madre se apodera de la pantalla. Y descubres que su presencia no era caprichosa. Media hora tiene ese personaje. Una media hora final que engrandece el conjunto de forma admirable. Media hora con el ritmo y la tensión de un experto. Con la emoción de un thriller de antaño. Con la complejidad y profundidad de las obras perennes. Media hora que da un resquicio de luz a la oscuridad por la que la película se había movido hasta entonces. Y descubres que esas sombras no eran el titubeo y la inseguridad de un advenedizo, sino la consciente y arriesgada propuesta de un joven director que tenía claro qué quería contar y cómo contarlo. Es entonces cuando el adolescente ya por fin toma partido. Sorpresa final, como mandan los cánones. Ni uno ni otro de los lados en los que según el policía se divide la selva. Sino un tercero. El suyo propio. El león caza por sí mismo, pero fuera de la manada. Curiosamente se come al fuerte y sobrevive el miembro más débil de la camada. Se verifica la ley sin cumplirla. Todo un espectáculo, tal y como nos anunció en el primer plano de la película. Pura ley de género.