Podemos volver a casa
La huida, otra vez. ¿Cuántas veces escapar implica escoger el camino de vuelta? Hay una dolorosa realidad en la imagen del Gulag o del Lager. En comparación con la evasión, el entorno concentracionario garantiza unas condiciones de vida hasta que se produzca el asesinato industrial. Precisamente porque tenemos la certeza de una muerte segura, la vida se nos antoja más cómoda que si la sometemos a la sobrehumana experiencia de cruzar medio mundo en busca de libertad. La perversión de un espacio como el del Gulag consiste en depreciar el valor de la vida, de la autonomía individual para asegurar la instauración de otra clase de vida —resistir pasivamente el tiempo que resta para la muerte— que disuada cualquier arrebato de humanidad.
Algunas de las obras más destacadas de la carrera de Peter Weir versan sobre la rebelión contra cualquier forma de control. Sin embargo, un gesto de revuelta significa, en la mayoría de ocasiones, hipotecar la estabilidad de lo que conocemos. El protagonista de El Show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998) decide escapar de una vida —cuando la vida se entiende como un conjunto de recuerdos, experiencias y elementos que configuran la identidad propia— levantada sobre un sofisticado decorado televisivo, para dirigirse rumbo a lo desconocido. En esas circunstancias, no parece haber nada malo, salvo la sensación de vértigo y melancolía que nos invade cuando cambiamos aquello que hemos estado haciendo desde que tenemos uso de razón para dedicarnos a otra cosa. De repente, nos damos cuenta de que tenemos que escapar de un lugar que siempre hemos considerado nuestro hogar. Entonces, ¿qué sucede cuando nos vamos de casa, de lo familiar, de lo conocido? Para Allie Fox, personaje central de La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, Peter Weir, 1986), «América ya no existe», lo que implica borrar el único espacio que podríamos sentir como propio, mientras buscamos una alternativa a la que definir como hogar. En resumen, no podemos volver a casa, porque ese lugar ya no existe.
El conflicto de los personajes de Camino a la libertad (The Way Back, Peter Weir, 2010) radica en compartir vínculos familiares con un hogar transmutado en inmenso campo de concentración. Lo que para Truman Burbank implicaba, sin más, una farsa inteligentemente orquestada que, por tanto, le liberaba de cualquier lazo emocional con su pasado, para el protagonista del último filme de Peter Weir le constriñe y obliga a seguir reconociendo ese pasado. Aunque la realidad nos muestra que su hogar ha dejado de existir para formar parte de una máquina de muerte, el dolor de tener todavía elementos en común impide reconocer esa desaparición. En otras palabras, reprime la ausencia de casa, de presente y de vida. Todos los personajes se resisten a admitir que su casa ya no existe, de ahí que Janusz, conductor del relato, repita obsesivamente el gesto de intentar abrir la puerta de su hogar allá donde vaya.
Otra de las características de la obra de Peter Weir, especialmente en sus primeros filmes, es la falta de conciliación entre identidad e Historia. En La última ola (The Last Wave, 1977) descubrimos cómo coexisten, solapadas junto a la oficial, diversas civilizaciones que cuestionan su hegemonía. La entidad de la comunidad aborigen reivindica su arraigo por encima del colonialismo o la modernización de las estructuras sociales. Basta con pensar, por ejemplo, en Hanging Rock, y en cómo se trata de una imagen que precede a cualquier intento de socialización contemporáneo. La Historia, entendida como una identidad primitiva, es una parte no conciliada con nuestra identidad contemporánea. La simbiosis entre sociedad civil y estado de naturaleza es, como demuestra Los coches que devoraron Paris (The Cars that ate Paris, 1974), improbable. Sólo puede resucitar la violencia cultural que ha descrito su prolongado solapamiento. En Camino a la libertad la simbiosis entre identidad y cultura también genera otra clase de violencia. Pensemos en la tristeza que supone ser capaces de recordar la imagen mental de nuestro hogar, con todos sus detalles bien definidos, y no poder encontrar su correspondencia con la realidad. Lo que en nuestra mente es una tarea sencilla, nuestro entorno lo trata como un imposible. El drama consiste en sentir nuestro entorno como algo monstruoso del que, no obstante, no podemos desembarazarnos porque formamos parte de él. Renunciar a nuestro hogar equivale a perder la identidad personal, los rasgos que describen quiénes somos en el mundo. Pero convivir con ese extrañamiento progresivo nos obliga a considerar que quizá estemos ante una muerte más lenta que la que opera tras la alambrada del Gulag.
Escapar supone elegir el camino de vuelta. Porque no podemos huir de nosotros mismos, tan sólo esperar que se produzca un cambio en las condiciones de vida de nuestro entorno. La huida del Gulag se convierte, así, en una marcha hacia la asimilación; la asimilación de la tragedia que envuelve a Europa, la violenta simbiosis que exigen los totalitarismos y la difícil convivencia de nuestras emociones en un universo escrito en lenguaje administrativo e interpretado en lenguaje animal. El ser humano sólo puede comportarse como una bestia mientras su condición es descrita a través del prisma de un contable. Contra eso, sólo cabe la errancia y el autoextrañamiento de la resignación, o la confianza de que caminar hacia la libertad nos hará efectivamente dueños de nosotros mismos y de nuestro entorno. Por eso, la última parte de Camino a la libertad tiene una resonancia especial. No habla de fronteras geográficas que hay que superar, sino de fronteras emocionales que dictan cuándo hemos alcanzado ese punto en el que somos libres. Caminar, hasta que nos venzan las fuerzas, significa otra clase de huida. De hecho, los vastos desiertos que sirven como decorado al filme tienen, en su aparente sencillez, algo de líneas abstractas que invitan a nuestra imaginación a tomar esa marcha itinerante como lo que realmente es: los prolegómenos para construir un lugar en el que sentirnos como en casa o, en este filme, para rehabilitar el sentido original de nuestro hogar. Camino a la libertad plantea la escapada como otra forma de buscar el origen, de volver a valorar lo propio; en síntesis, de entendernos a nosotros mismos cuando la simbiosis entre la identidad y nuestra Historia nos exige dejar de existir para ingresar en la maquinaria.
Las apacibles imágenes de Lhasa nos devuelven el recuerdo de la silenciosa orografía de Hanging Rock, la ética del trabajo de Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985) o los sonidos tribales de El visitante (The Plumber, Peter Weir, 1979), todos ellos ejemplos de la compleja convivencia entre identidades empeñadas en reivindicar, a través de la comunicación o de la violencia, su existencia cultural y emocional. A pesar de inspirarse en una historia real, pienso que Peter Weir no ha hecho más que responder, esta vez afirmativamente, a lo que ha constituido el verdadero conflicto de su obra: saber si nuestro hogar puede continuar siéndolo tras descubrir que lo compartimos con diversas formas de vida que demandan tanto tenerlas en cuenta como llevar a cabo una simbiosis entre culturas. Por eso, un filme como Camino a la libertad es todavía más valioso. Incluso en el recuerdo más horrible de nuestra Historia, nos sugiere que podemos volver a casa. Para ello, primero hemos de reconstruir lo que ha definido nuestro hogar: nosotros mismos.