Los mercenarios

Fiesta de la testosterona

En los 80, había que escoger bando: o te gustaban las películas de Arnold Schwarzenegger o te gustaban las de Sylvester Stallone. El primero dejaba entrever un notable sentido del humor y, además, tenía un mejor instinto para escoger proyectos interesantes —sólo por haber participado en Conan el bárbaro (Conan the Barbarian; John Milius, 1982), las dos partes de Terminator, Depredador (Predator; John McTiernan, 1987) y Desafío total (Total Recall; Paul Verhoeven, 1990), merece la gloria eterna—; el segundo parecía tomarse muy en serio a sí mismo y, pese a sus infructuosos esfuerzos como guionista y director, acabó dependiendo de forma casi exclusiva de las sagas Rambo y Rocky. Lo que quizá precipitó la decadencia de sus respectivas carreras cinematográfica fue su acuerdo como socios capitalistas de la cadena de comida rápida Planet Hollywood, que rompió ese ancestral enfrentamiento que mantenía interesados a sus respectivos seguidores. Claro, que es muy probable que, en realidad, la provocara la pérdida de vigor físico de ambos, sus excesos con los anabolizantes y la llegada de la influencia del thriller hongkonés al cine de acción made in Hollywood, que ninguno de los dos supo asimilar demasiado bien —el que mejor supo hacerlo fue, curiosamente, un tercero en discordia como Jean-Claude Van Damme, con la simpática Blanco humano (Hard Target; John Woo, 1993)—.

Por todo ello, no deja de ser irónico que tenga que ser una vieja estrella como Stallone quien, casi tres años más tarde, y con 64 años a sus espaldas, le esté dando lecciones a los nuevos ejecutivos de Hollywood sobre cómo se hace cine de acción de verdad, desde las entrañas, sin medias tintas. Nada de excesos digitales como La jungla 4.0 (Live Free or Die Hard; Len Wiseman, 2007) o acercamientos timoratos del estilo de Pisando fuerte (Walking Tall; Kevin Bray, 2004), sino celuloide repleto de enfrentamientos físicos, realistas, con especialistas bien entrenados y los efectos CGI justos para apoyar a los efectos especiales a la antigua: todo para transmitir esa sensación de autenticidad, de visceralidad, que los directores más jóvenes parecen haberse dejado en el diploma de su escuela de cine. Si John Rambo (Rambo, 2008) era un primer paso en ese sentido, un retorno al actioner brutal —rozando en algunos momentos el gore— y moralmente dudoso de principios de los 80, la resurrección cinematográfica de Stallone se ha consolidado con Los mercenarios (The Expendables, 2010), que además de tomarse, como el Schwarzenegger de los mejores tiempos, con mayor sentido del humor, supone además un entrañable homenaje y/o reivindicación a varias generaciones de actores dedicados al género: de ahí que por su metraje desfilen Dolph Lundgren, Eric Roberts, Jet Li, Mickey Rourke, Gary Daniels, Bruce Willis, el mismísimo Arnie y, por supuesto, su dueto protagonista, Stallone y Jason Statham.

Y es que si, siete años atrás, se comentaba que la aparición del Gobernador de California en El tesoro del Amazonas (The Rundown; Peter Berg, 2003) era un gesto para pasar su testigo cinematográfico a Dwayne Johnson, puede decirse también que Los mercenarios supone un reconocimiento hacia Statham, coronándole como el mejor heredero actual del cine musculoso que se cultivó durante los 80. Desde luego, si algún despistado todavía no se había dado cuenta de que la estrella de sagas como Transporter o Crank tiene todo el carisma y las capacidades físicas que les faltan a otros aspirantes a ese mismo título —a pesar de sufrir de una alopecia galopante: todo un ejemplo para los que no queremos recurrir a ridículos peluquines a lo Nicolas Cage—, su colaboración con Stallone lo deja claro de forma casi definitiva, convirtiéndose, con todo el derecho, en la gran estrella del espectáculo más allá de su máximo responsable.

De lo que no hay duda es de que Los mercenarios no se puede analizar desde la cinefilia más rancia y académica. Ni referencias a Deleuze ni boutades godardianas: hay que admirarla como lo que es, un magnífico monumento a la testosterona y a la adrenalina, que tiene que apreciarse desde las tripas, recurriendo a lo más primitivo de nuestro cerebro. Lo más maravilloso de su estructura es la pericia con la que Stallone es capaz de jugar con los tópicos del género, lanzando one-liners que navegan entre lo sublime y lo ridículo, y alimentando nuestra infantil sed de violencia con una habilidad para rodar secuencias de acción que parece no sólo no haber disminuido con los años, sino haberse disparado exponencialmente. ¿Un espectáculo sólo para hombres? Quizá. Pero hombres que saben tomarse la vida como lo que es: un cachondeo continuo.