No controles

La jungla de cristal del amor

Aunque, a nivel de planteamiento formal y desarrollo de personajes pudiera recordar al cine de la factoría Apatow, en realidad su celebrada ópera prima, Pagafantas (2009), era más bien una traslación a la realidad española de ese humor cabrón y humillante que caracteriza a uno de los cómicos favoritos de Borja Cobeaga, el británico Ricky Gervais. Sin embargo, en su segundo largometraje, No controles (2010), surge con mucha más fuerza que en su antecesora el amor del director vasco hacia la comedia estadounidense clásica —y más concretamente, por un director tan subvalorado como Richard Quine, autor, entre otras, de Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, 1958) o La misteriosa dama de negro (The Notorious Landlady, 1962)—, de la que toma tanto una construcción dramática férrea, de una eficacia impoluta, como el acento puesto sobre la labor de los actores, todos ellos magníficos en sus respectivos roles.

Por desgracia, en una industria cinematográfica como la española, en la que hay anidado un irritante culto al egocentrismo y a la megalomanía, y en la que se diría que sólo son válidos los proyectos más grandes que la vida, un director tan modesto y tan efectivo como Cobeaga —en el sentido de que, en su obra, la cámara (casi) nunca toma el protagonismo, sino que deja que sea el resto de elementos de la puesta en escena los que guíen la narración— es toda una rara avis. Debería tomarse, de hecho, como un signo de personalidad que el director no tenga más intención con su nuevo filme que entretener al espectador, elaborando junto a su fiel coguionista Diego San José lo que no deja de ser un vodevil clásico que funciona como un reloj —una comedia de puertas a lo Lubitsch, si se quiere, que aprovecha el espacio único de la acción para concentrar los avances de ésta—, y en el que, a diferencia de lo que ocurría en Pagafantas, han logrado un mayor equilibrio entre la vertiente cómica y la sentimental de la trama. No sólo por la química romántica que se establece entre Unax Ugalde y Alexandra Jiménez desde la primera secuencia, sino porque la actriz de Spanish Movie (Javier Ruiz Caldera, 2009), a diferencia de Sabrina Garciarena, sabe dotar a su personaje de suficiente personalidad y encanto como para ganarse las simpatías del espectador, para que éste entienda (y comparta) por qué el protagonista está enamorado de ella.

Y es que una de las mayores virtudes de Cobeaga, que en No controles vuelve a brillar con especial ahínco, es el cariño con el que trata a todos sus personajes, por extremos y por ridículos que éstos sean. De ahí, aparte de por su magnífico trabajo en la dirección de intérpretes, que resulte creíble el dueto cómico que forman Sergio (Ugalde) y Juan Carlitros (Julián López, que demuestra proyecto a proyecto ser todo un camaleón de la comedia), que los guionistas emplean, respectivamente, como el Clown y el Augusto de los diferentes gags que despliega la película —un tipo de relación que se extiende también a Juanan (Secun de la Rosa) y Jimmy (Alfredo Silva)—. Habrá quien considere esta película inferior a Pagafantas, precisamente, porque aquélla concentraba, como hace en general la nueva comedia americana, ambos roles cómicos en Gorka Otxoa; sin embargo, que en este caso Cobeaga y San José desplieguen un humor más clásico, si se quiere más blanco, más buenrollista, no significa que no se guarden unos cuantos ases en la manga con notables dosis de mala leche hacia los españolitos de a pie: cfr. los comentarios racistas de Juanan hacia Jimmy, o esa retransmisión de las campanadas en la que Ernesto Sevilla hace un cameo como émulo de Ramón García —capa draculiana incluida—. ¡Lástima que no se les ocurriera provocar el retraso de los aviones del aeropuerto de Bilbao por una huelga de controladores, y no por una tormenta de nieve!

En esta época en la que lo que mola es hacerse el cínico, mirar a los demás por encima del hombro, resulta refrescante y, sobre todo, muy reconfortante, encontrarse con un proyecto como No controles, que no pretende cambiar al mundo, ni revolver las entrañas del espectador, ni denunciar ninguna situación dramática en concreto: lo único que intenta es que el público pase un buen rato —algo que, sinceramente, considero bastante más difícil que todo lo anterior— y salga de la sala de cine con una sonrisa en los labios. Se agradece que haya autores en nuestro país, como el propio Cobeaga, que no consideren la comedia un trampolín hacia, sino una vocación, un vehículo a través del que poder hablar de otras cosas, sean más graves o menos, pero siempre manteniendo una dignidad alejada de determinados estereotipos hispánicos que llevamos arrastrando desde las épocas del más crudo landismo. Pero además, como bien saben mis compañeros de revista —pues fui el único que sobrevivió despierto al pase en Sitges de Perhaps Love (Ru Guo Ai; Peter Chan, 2005)—, los románticos irredentos como el que esto escribe nos alegramos de que, de vez en cuando, alguien nos guiñe cinematográficamente el ojo y nos brinde este tipo de producto, ideal para compartir en pareja en época navideña (o no).