¿Cine de género?
No pocos quedamos desconcertados, tiempo atrás, ante las características del que era el último proyecto hasta entonces de Werner Herzog. Un remake, decían, de la obra cumbre de Abel Ferrara, Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992). Y no sólo eso: sus protagonistas serían, ni más ni menos, Nicolas Cage y Eva Mendes. ¿Herzog encargándose de un remake?¿Redirigiendo un turbio film noir de corrupción y redención católica?¿Protagonizado por el mismo dúo que encabezara la infame Ghost Rider. El motorista fantasma (Ghost Rider, Mark Steven Johnson, 2007)? Dejemos atrás temores y suspicacias. La película que nos ocupa es la certificación de una forma de concebir gran parte de la trayectoria de Werner Herzog en la última década. Así, me atrevería a afirmar que, desde el melodrama Invencible (Invincible, 2001) hasta Teniente corrupto, pasando por la insólita maravilla de la ciencia ficción que es The Wild Blue Yonder (ídem, 2005) o por el atípico drama bélico-carcelario Rescate al amanecer (Rescue Dawn, 2006), el cineasta guerrero ha encontrado en el cine de género el vehículo perfecto para una plasmación madura y serena, aunque rabiosa, de las grandes obsesiones de su cine, a la par que manipula los códigos genéricos con ironía y perversidad.
El cineasta guerrero procede a la deconstrucción del género negro, apartándose de los caminos transitados anteriormente por Ferrara. En primer lugar, nos presenta una trama minimizada por su nimia importancia. Y es que el argumento no es tanto un marco, sino el esqueleto de una investigación que el director conscientemente se limita a esbozar sin excesivas ganas. Deliberadamente, despoja de relevancia las rectilíneas pesquisas que llevan a una resolución final tan demencial como sarcástica. Herzog se ríe abiertamente de los convencionalismos de cierto cine, y a partir de ahí, ridiculiza con un ímpetu destructivo y tóxico el triunfalismo heroico y la doble moral, dos conceptos de los que se nutren simultáneamente el cine de Hollywood y la nación que lo produce. Cuando el protagonista irrumpe brutalmente en el hogar de un traficante, la cámara lo sigue a una distancia prudencial, dificultando la identificación espectador-personaje, disolviendo toda tensión dramática y prescindiendo del suspense como mecanismo para enganchar al público a las imágenes que consume, algo que nos remite a la más lánguida y onírica que trepidante fuga de la prisión vietnamita en Rescate al amanecer. Podemos aseverar que Herzog esgrime una tesis de doble filo, contradictoria y apasionante: 1) La estrechez de los códigos genéricos, satirizados sin compasión y rechazados con virulencia; y 2) El eterno retorno histórico a la narración de género como espacio proclive a la experimentación ilimitada a través de la subversión, lúdica y reflexiva, de sus códigos y principios.
No importa más que lo Humano en ésta desconcertante yuxtaposición de secuencias contagiadas por la rara poesía del autor, donde el cineasta no es sino una iguana o cocodrilo que observa, desde las grietas producidas en la superficie de la realidad, la alucinada peripecia de un policía al filo de la locura, extraviado en un mundo del que se divorció tiempo atrás. A este caballero andante —que necesita una pistola en la mano para completarse como hombre—, las drogas lo espolearán a percibir la brecha que se ha abierto en la fina capa de hielo de la civilización: la intromisión de la Naturaleza en el Orden, que se reivindica a sí misma, oscura y voraz, siempre vencedora, con un huracán que ha demostrado nuevamente su sombrío poder. Idea que figura desde el primer plano, en el que una cobra (¿verde?) zigzaguea entre las ruinas de una prisión: lo natural, siempre inquietante, filtrado en una realidad artificiosa y artificialmente ordenada por leyes y nociones morales. Errante y colocado en el epicentro del caos, el personaje de Nicolas Cage (insuperable en su lección de histrionismo, exprimido al límite por el director, que ha querido arrastrarlo a los territorios interpretativos del difunto Klaus Kinski) tomará conciencia acerca de la imposibilidad de abrazar una realidad resquebrajada, herida de muerte por su carácter hipócrita, alevoso y aparente, que rehúye cobardemente la conciliación con el anárquico caos natural de los elementos del cosmos.