The Wire. El ritmo

La lentitud de los héroes

Entonces pensé qué sola y triste y asustada debía de estar la muerte, para necesitar llevarse tanta gente a su lado.

Eloy Tizón

Suelo decirle a quien me pregunta que, por encima de todo, The Wire siempre te esperará. Me gustaría dejar constancia de que la manera en que yo me acerqué a ella, viéndola (o devorándola) durante un mes entero del verano de 2008, apercibiéndome de ese movimiento aplazado de cada capítulo, de cada temporada (con cierta clase de asincronía muy hermosa), es la forma de comunión que desearía para cualquiera al que intentara explicarle por qué, en última instancia, el calificativo debería ser uno. No ya que sea una serie excelente, o compleja y caprichosa para su espectador (llegando, en ocasiones, a expedirle por la vía rápida), sino que por encima de todas esas matizaciones, es una serie importante, tremendamente literaria por cuánto tiene de acto intelectual profundo y hermoso; más en un tiempo donde, si barro para casa, se ha aceptado con tristeza que la literatura ya no tiene la capacidad de ejercer su antiguo papel en la sociedad: poder decir (cifrar y cuestionar) y cambiar algo de todo esto. The wire jamás ha engañado a nadie, ni siquiera a sus detractores, que los hay. Ahí está esa frase de David Simon repetida hasta la saciedad: “Que se joda el espectador medio”, carta de navegación que queda bastante clara desde el primer minuto: tu placer será sembrado en una vasta extensión de tiempo, y deberás buscar en los impasses una retribución y una demora poética que ya no te abandonará jamás.

Me cuesta dejar de asociar The wire a algo que, si no es una de las formas más altas de arte reciente, se le acerca mucho: un artefacto lleno de discursos y braceos en contra de una corriente gigantesca que podría ser el mercado televisivo post 11s. Es un noir reposado y escéptico, a la manera de esas ficciones de última hornada que revisan de manera autocrítica la historia reciente de algunas sociedades europeas (Red Riding en la madre Inglaterra, Romanzo Criminale o Gomorra en el país de la bota). Es periodismo y también un atentado a la paciencia y a la sensibilidad acelerada de ese “espectador medio”, con una exigencia poco común en la manera de mirar (la totalidad de sesenta capítulos antes que uno solo). Pero, por encima de todo esto, The wire es un documento -preferiría obviar el término “ficción”- que te enseña a reconciliarte con el silencio y la espera. Tuve mi cuota de vergüenza en esos primeros capítulos silenciosos y lentos donde los meandros de su río gigantesco siempre, siempre estaban a punto de doblar hacia el lado equivocado y echarme. Creo en las segundas oportunidades. Como escritor, tentado al análisis de la obra ajena para expoliar lo que pueda, he aprendido que debo darle un cheque en blanco a las ficciones no tanto por sus aciertos totales, sino sumando también el valor del contexto y del acto que proponen cuando son ambiciosas en grado suficiente. Acostarme con ellas no únicamente por lo que cuentan sino, en esas palabras de Coucteau, profesar la creencia de que “el triunfo de sus errores es lo que las eleva por encima de las otras”. Ya ni siquiera se trata de eso que le pedimos al arte como cambio en “lo dado”, sino que ese acto de revolución necesita inscribirse en el contexto adecuado para tener sentido, al modo en que lo hacen los grafittis de Bansky. Cierto amigo, cuando hablamos de la serie (en especial la historia de la cuarta temporada y la creación de Hamsterdam a espaldas de los mandos policiales), suele referirse a una anécdota que explica bien este asunto del acto y su valor simbólico. Hace pocos años, un colectivo de artistas, gente de esa que los honrados padres de familia habría dado en llamar “incívica” o “peligrosa”, se unió y creó una asociación llamada Todo por la praxis. Una de sus intervenciones, a la que llamaron “Sin estado”, fue la creación de unos libretos con la apariencia de guías turísticas donde se enseñaba a los ciudadanos un tipo de vacaciones muy poco habituales en Madrid. La treta, en fin, consistía en que estas guías proponían excursiones organizadas a La Cañada Real, una zona asolada por la prostitución, el tráfico de drogas y las presiones urbanísticas con intereses opacos (incluyendo el desalojo ilegal de vecinos). La anécdota sería muy poco jugosa si no fuera porque consiguieron algo similar a lo de los “incívicos” policías en The wire: el Ayuntamiento de Madrid les concedió una subvención para la edición de estas guías edificantes, y tardó una nada despreciable cantidad de tiempo en darse cuenta de dónde había destinado los fondos.

Unos cuantos capítulos después de comenzar con la serie, para mí era imposible que fuera de otra forma. La lentitud, lo anticlimático, la aproximación lapidaria al realismo por un mecanismo extenuante de acumulación burocrática y destrucción reposada de las instituciones, producen lo contrario: un resultado apasionante. Nunca una serie de televisión hizo tan interesante el papeleo y la tinta azul de los sellos de los jueces. Mucho tiempo después de terminarla seguía pensando sobre ella a ratos perdidos y recordaba algo así como un movimiento secreto en el que se movía la emoción; eso que me gusta definir como “ganarse el valor de mi aburrimiento”.

David Simon acabó por definir a la perfección a su vástago interminable. “The wire es una historia sobre la destrucción del trabajo”; y yo añadiría: una gran declaración de amor al ethos griego, en la que Mcnulty y la unidad de escuchas policiales se nos aparecen con la forma de esos héroes clásicos de la Tragedia que desafían la gran barrera de coral de los Dioses. Hay, aquí, en el corazón de las cinco temporadas, un perfecto vacío, o aquella suerte de disolución de la conciencia narrativa que practicaba Vargas Llosa en La casa verde. Esta llamada o movimiento hacia una estructura de obra total que es difícil, en ocasiones parcial y deficiente, que ama contar las cosas desde la periferia y la falta de propósito aparente (esa escritura invisible a la que los escritores debemos afecto y respeto), y se arma sólo en el último capítulo, en la última escena, en el último segundo, cuando Mcnulty, como Ícaro, se ha quemado las alas por acercarse demasiado al sol. Es hermoso verlo salir del coche y pararse en mitad de todo y fumarse un cigarrillo. Es hermosa la manera en la que la serie nos abandona para siempre.

Después de esto, por Dios santo, ¿cómo no íbamos a darle cancha? ¿Cómo no comprender que los largos caminos secundarios de estos hombres son miméticos a la vida y que sus Dioses son siniestros, les tientan y les repelen? ¿Cómo no aceptar que una pequeña revolución (Hamsterdam; Omar, que roba a los propios traficantes; Mcnulty y su falso asesino para conseguir fondos, Stringer Bell como la encarnación de un villano institucional y con estudios) exige que tengamos con los ojos muy abiertos y seamos generosos para poder recibir?

He llamado la atención sobre el reposo de la serie por parecerme, siempre que la recuerdo, refinado hasta la destilación de un buen puñado de escenas maravillosas que contradicen esos principios de escuela que no por repetidos dejan de ser absurdos. Ah, que las escenas han de tener un propósito. Estupendo. Pero, ¿y si no es así? ¿Y si alguien quiere explicarnos lo real tal y como es, sin clímax, sin resolución, sin falseamiento?  Hasta la muerte en esta serie es reposada. No quiero decir que The wire no sea emocionante, pues en su seno tiene mucho de stimmung y gran tragedia al modo contemporáneo, pero incluso la emoción de las defunciones está matizada en un mensaje sobre la realidad y el mecanismo profundo de las instituciones de Baltimore. Su representación del tanatos es sabia y antirretórica: Frank Sobotka, Omar o Stringer Bell desaparecen con el mismo silencio denso, sucio, indigno, de la montaña de cadáveres enterrada con cal en bloque abandonado o las putas asfixiadas en el contenedor. Los muertos se van silenciosamente de este mundo, con una bala en la cabeza.

En este periodo de convulsión en la Historia para un mundo que ni siquiera nosotros sabemos cuál es (hace sólo nueve años del 11S), esta serie ha oficializado una manera de entender la demora en el tiempo de narrar, de hacer pervivir el valor del análisis, la cadencia, la matización de la realidad hasta llegar al olor a formaldehído de una autopsia; y, con todo, sin renunciar a meterse donde no le llaman. Ha cifrado en sesenta capítulos cuál el valor de la mirada, que es lo que todos los artistas deseamos encontrar. Si David Simon y Ed Burns han querido explicarnos qué es lo que realmente está pasando, ¿cómo no íbamos a llamarles amigos?