The Wire. Stringer Bell

We ain´t gotta dream no more, man

Stringer Bell

La técnica empleada por los guionistas de The Wire para desvelar los vericuetos interiores de sus personajes es admirable. Se inclinan por la revelación gradual de las distintas facetas que componen sus personalidades, lo cual aporta una riqueza sorprendente a la evolución dramática de la serie.

El caso del gánster Stringer Bell es uno de los más logrados y destacables. En la primera temporada, apenas es un espectro escurridizo e inasible del que pocas cosas sabemos: que es el director financiero de la organización Barksdale, que es hábil e inteligente, que posee una magnífica templanza, que es implacable y que no tiene escrúpulos a la hora de mantener la hegemonía de su empresa en el mercado de la droga. También (detalle perturbador) que estudia macroeconomía en la universidad. Un delincuente esquivo, discreto y de inquietante inteligencia. Una imagen tanto más tenebrosa por lo que tiene de desdibujada y borrosa.

La segunda temporada nos confirma que, en Baltimore, las pasiones son las mismas para los hombres que para los dioses del Olimpo económico. Casi nos sorprendemos al descubrir que Bell es más que un cerebro inusualmente perspicaz, que se halla sujeto a idénticos apetitos que el resto de sus congéneres. En el episodio Hot Shots, Stringer visita a Donette, y el deseo entre ambos se vuelve tangible. De pronto, el empresario contenido y racional es una boca anhelante, un torso desnudo, unas manos que desvisten y tantean el cuerpo de su acompañante. En breve se mostrará igualmente capacitado para la traición, encargando el asesinato de D´Angelo Barksdale, alguien carente de sangre fría y, por tanto, peligroso para la supremacía del imperio de los dos B. Así, nuestro personaje comienza a adquirir el contorno del villano shakespeariano, y su aparente invencibilidad da lugar a signos de evidente vulnerabilidad.

La tercera temporada (y última para Stringer Bell) contempla el ascenso del narcotraficante a hombre de negocios legales, codeándose con especuladores inmobiliarios e importantes cargos políticos. Su gran error, en primer lugar, es creer que el Poder tiene arquitectura piramidal y que se está aproximando a la cúspide; roza la ingenuidad al no alcanzar a entender que es algo intangible, una entidad virtual que está en todos sitios y en ninguno, que no se posee ni se domestica, que somos frente a él objetos y no sujetos. Se ilumina ante nosotros una nueva faceta del carácter de Bell: la del gánster que se sabe, en el fondo, extraño en su visita a ese nuevo mundo, estallando violentamente ante su situación de progresiva inestabilidad. De esta forma se consuma su tragedia, asfixiado por la telaraña que él mismo había creído tejer. Su último gesto lleva al extremo la lógica del capitalista: entrega al enloquecido Avon Barksdale, su hermano, a las fauces del enemigo. Y “son solo negocios”.

Antes de morir a manos de Omar Little y el hermano Mouzone, asistimos a uno de los instantes más conmovedores de la serie. En un memorable diálogo, el tiempo de la infancia de Avon y String emerge ante nosotros, repentinamente, sin aviso. Por primera y última vez, atisbamos en la tierna nostalgia de la carcajada de Bell una sombra de humanidad. En ese momento, ambos comprenden que su camaradería fraternal hace tiempo que no es más que un convencionalismo vacío de emociones.  Quizás, tan sólo quizás, brilla en los ojos de los dos socios un brote de amarga culpa.

Russell Bell es una variación (pesimista) del clásico self-made man. Un delincuente callejero que, gracias a su perspicacia, paladea el sueño americano, pero no tarda en ser consumido por sus propias ambiciones. Hábilmente, los guionistas nos hacen creer en su omnipotencia para después exhibirlo frágil, desnudo, perdiendo bochornosamente el control. Al final, fracasado su simulacro de gran hombre de finanzas, vuelve a ser el crío que robaba televisores en el vecindario y soñaba con reinar en Baltimore. O tal vez nunca dejó de serlo.