Twelve

Olvidando a Brad Renfro

La muerte de Brad Renfro no fue conmemorada en la ceremonia de los Oscar 2008, posiblemente, y aunque me cueste no malpensar, a causa de que el joven actor no frecuentó las producciones de la industria (aunque sí vivió las consecuencias de haberse convertido en un nuevo rico gracias a / por culpa de Hollywood).  Ese olvido, no obstante, resulta un interesante síntoma, además de excelente ejemplo, de lo rápido que el show business olvida, y de lo complejo de marcar huella en un mundo en el que consumimos información a 50 Mb/s. Fue precisamente Joel Schumacher quien le dio su primera oportunidad cuando le confirmó para ser El cliente (The Client, 1994) de Susan Sarandon; un director que se apresuró a declarar el vínculo de unión que existió con el chaval, que a partir de entonces sería como uno más de su familia. Renfro continuó su carrera en el mundo del cine independiente, sin grandes reconocimientos ni carteles de neón con su nombre. Schumacher mantuvo el contacto con él a lo largo de los años, preocupándose desde la distancia y sintiendo mucho el mal camino que fue tomando. Murió a los veinticinco de una sobredosis.

Precisamente el nombre de Brad Renfro es el primero que apareció en mi mente al conocer a White Mike, el protagonista de Twelve: dos chicos surgidos de una situación familiar inestable, que llegan a un mundo de gran atractivo y éxito social, para convertirse finalmente en sendos juguetes rotos de sus circunstancias. Y es que el nuevo film de Joel Schumacher trata de convertirse en un mapa de sitio de lo que es ser un niño-de-papá en la Nueva York contemporánea, y para ello se sirve de un personaje un tanto outsider que le permite acercarse a la situación sin comprometerle. Gracias a White Mike el director hace un seguimiento (entiéndase en la acepción más torpe y tópica del concepto, nada semejante a Van Sant o al Linklater de los inicios) a un grupo de chavales preuniversitarios que se relacionan entre ellos en una continua búsqueda del reconocimiento social de sus iguales. Sin embargo, las intenciones descriptivas se quedan ahí, pues el mundo adolescente que Schumacher muestra viene dado de la novela de Nick McDonell, quien nació en Manhattan, publicó Twelve a los diecisiete años y quien asegura que nada de lo escrito está basado en hechos reales, solo en conjeturas. Por cierto, ¿he dicho que sus padres son editores?

El hecho de que la novela esté escrita por un chaval similar a los que protagonizan la historia de Twelve, puede llevarnos a concluir fácilmente que con ella se retrata de primera mano a la generación de jóvenes que se forman como adultos en el inicio del siglo XXI. Sin embargo, y perdón si vuelvo a pensar mal, se me hace harto complejo imaginar que en la vida de este chico y sus compañeros de instituto existan: camellos adolescentes, compañeros asesinados, chicas adictas a las drogas, chavales acusados de haber matado a alguien,  flipados de la vida que acaban volando sesos (y eso sin que sean jugadores de rol o de videojuegos), además de que la guía y el apoyo parental se limite a ser una voz en off al otro lado del teléfono o una cara amargada que se comunica con sus hijos (para reprobarlos) mediante una webcam. Todo esto sin ironías ni humor, sin reflexión ni crítica, pero sí con mucha moralidad. Y es que los protagonistas de Twelve quieren perder su virginidad, entrar en la universidad y ser los más populares del instituto, pero los problemas a los que la historia de la novela original (ergo, también la película) les ha sometido son los propios del mundo adulto.

Así pues, para estar al nivel del espíritu supuestamente juvenil de la historia, Schumacher se repasó las últimas tendencias en cine y trató de imitar el endiablado montaje de los Nolan, Fincher o Boyle, así como el look y la iluminación de algunos videoclips de moda entre los jóvenes americanos. Contrató a 50 Cent para hacer de camello hip hopero, a Rory Culkin para hacer del chico que vive a la sombra (social) de las acciones y fama de su hermano mayor, y listos: retrato habemus. Sin embargo, todos esos esfuerzos, tan vehementes como gratuitos, acaban por distraer y evidenciar la enorme distancia que existe entre el director y su tema, algo que emparenta a Twelve y a Schumacher con Chatroom y Hideo Nakata.

A todo esto…, ¿dónde quedó Brad Renfro? Si en algún momento pasó por la cabeza de Schumacher la memoria de aquel muchacho sureño, no fue precisamente para intentar entenderle. Twelve invita, tras un grotesco final tan propio de los dramas a la americana, a vivir la vida como mejor se pueda. Y ese mejor implica de la manera más sensata posible, aunque llamemos sensato a quien piensa y actúa como nosotros lo haríamos. Twelve, la película, se podría haber enriquecido con la experiencia vital de la persona que la dirige, tirando de la figura de aquel chico que consiguió cierto reconocimiento para ver cómo eso le llevaba a la destrucción. Twelve podría haber sido algo más, si el olvido no llegase a 50Mb/s.