Sucker Punch

Resistencia y promiscuidad

El universo multimedia sigue cambiando, a velocidades sorprendentes, nuestra manera de relacionarnos con una realidad cada vez menos tangible. El desconcierto es la reacción lógica en una era proteica que se resiste a definiciones rápidas o categorizaciones enciclopédicas, inmersos como estamos en un proceso de ajuste y reajuste permanentes. Un proceso que afecta no sólo a nuestra relación con las imágenes, sino, sobre todo, a la forma en que éstas interactúan entre sí. Lo que muchos despreciaban por ser sociolectos subculturales —cómics, series de televisión, telenovelas, videoclips, videojuegos—, son ya lenguajes con una gramática propia que, desde hace varios años, estimulan a pensadores, académicos e investigadores de diversos campos. Están pasando cosas, y ya no se trata de predicar con pancartas el advenimiento del Apocalipsis cultural ni de adherirse irresponsablemente a toda novedad tecnológico-digital sin plantearnos su(s) sentido(s), sino de intentar aprehender las repercusiones, en nuestro entorno y en nuestros imaginarios, de una época asentada sobre los conceptos de virtualidad y mutabilidad.

El carácter de muchos de los envites mediáticos sufridos por Sucker Punch demuestra lo lejos que aún estamos de asumir el panorama en toda su complejidad. Tanto peor cuando muchos de los detractores se limitan a amordazar a quienes se presumen usuarios de los artilugios digitales: «Le ha salido más bien una fantasía masculina, de adolescente salidillo o de cerebro absorbido por los videojuegos, los comics y todas esas narrativas visuales que parecen cada vez más respetables (más lucrativas, seguro) que el cine» (Antonio Weinrichter, ABC); «Y la duda es saber si la satisfacción de quiénes la disfrutan no les encamina hacia un futuro de libros de autoayuda o a recurrir a los consejos de hadas y magos en Facebook cuando sean adultos» (José M. Robado, cinecritico.es). Los ejemplos de reacciones prejuiciosas y virulentas contra la película podrían proseguir ad eternum. Estoy seguro de que los enemigos de Sucker Punch pueden hacerlo mucho mejor.

Recuperemos, aunque sea por cinco minutos, la voz de los ninguneados: de los más de catorce mil usuarios que han votado Sucker Punch en IMDB, setecientos seis son menores de dieciocho años. Si el promedio de sus votaciones es de 7,5, se debe a que casi un 50% (trescientos cuarenta y siete votantes) la han valorado con un 10. Esto no deja de ser un síntoma definitorio: los adolescentes son el público idóneo para el último film de Zack Snyder porque buena parte de ellos se mueve, sistemática y asiduamente, entre viñetas y final stages, y opera, por tanto, con las últimas formulaciones de la interactividad audiovisual. Partiendo de su contacto directo con la intrincada evolución de las mismas, son los gamers quienes disponen de las herramientas apropiadas para revelar aspectos inesperados en una obra como Sucker Punch. Basta repasar brevemente un puñado de revistas digitales —Meristation, Ign, Mondo Pixel o Gamespot—, blogs especializados y foros sobre videojuegos para reparar en la aparición de una incipiente generación de jóvenes que, ajenos a la metodología académica y a la profesionalización técnica, gestionan completos métodos de análisis que no rehúsan relacionar los juegos de Xbox 360, Wii o PC con los códigos cinematográficos y literarios. Paralelamente, el videojuego se filtra, píxel a píxel, en los espacios de la alta cultura: en la segunda edición del festival literario Getafe Negro, autores como José Carlos Somoza, Fernando Marías o Elia Barceló hablaron sobre las conexiones entre las estructuras narrativas de una serie de videojuegos y algunas obras incontestables de la literatura mundial. Por su parte, el juego multiplataforma L.A. Noire competirá en la sección oficial de la próxima edición del Tribeca Film Festival. Y supongo que no seré el único desvergonzado que va por ahí promulgando que una de las últimas producciones de Rockstar Games, Grand Theft Auto IV, es el gran relato criminal de comienzos del siglo XXI.

Dejando de lado los múltiples precedentes cinematográficos que podríamos citar, en la producción anterior del propio Snyder encontramos señas estilísticas y configuraciones escénicas que depurará y perfeccionará en Sucker Punch: las secuencias de acción con ecos de las intros animadas de sagas como Devil May Cry o la experimentación con el ritmo interno del plano —el ralentí que deviene en aceleración—, que es también un diálogo entre el fotograma y la viñeta. Ya en 300 (2007) asienta una ampulosa retórica visual que persigue la fabricación de un universo idealizado, hiperbólico y casi solipsista. En Sucker Punch ningún utensilio audiovisual es desdeñado si este sirve para reavivar las emociones más recónditas de personajes y espectadores —de la epidermis a la boca del estómago—, conformando un lenguaje de la intensidad que recoge, por ejemplo, la sincronización entre música y paisaje exterior-interior del videoclip y que resulta, por momentos, tan epatante como el tráiler más esperado del próximo E3. Frente al luto—sincero o impostado— por la muerte del cine y a las elegías a la imagen iconográfica, Snyder clama por una nueva fe cimentada tanto en las posibilidades de la tecnología digital como en la prostitución de las imágenes a costes insultantemente bajos (acaso su gran aportación a la Historia del cine reciente).

Las acorraladas protagonistas de Sucker Punch se entregan a un juego que recobra el sentido que Eugene Fink, en El oasis de la felicidad, otorgaba a lo lúdico: «(…) en el juego tenemos conciencia del contacto colectivo con el prójimo con una intensidad especial (…) Todo juego tiene un horizonte comunitario». Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim Vs. The World, Edgar Wright, 2010) nos hablaba de adolescentes que codificaban la realidad por medio de los signos del lenguaje friki. En cambio, la ubicación del film de Snyder en unos desfigurados años ’50 da un paso más allá en la natural integración entre el universo pop multimedia y el lenguaje cinematográfico. Toda frontera espacial, temporal o lingüística ha sido abolida, y la realidad ha reaparecido, anabolizada e incrementada, para dar lugar al Pastiche. El perfecto CGI de los androides cohabita con los zombis resucitados a base de relojes y vapor (reminiscencias de una Revolución Industrial que hoy ya nos parece prehistórica). Snyder, como un Jehová arrepentido por la confusión babélica, escribe una Gramática que supedita todas las lenguas a un único idioma, y casi sin proponérselo, allana paisajes antaño intransitables para abrir múltiples sendas de exploración a los cineastas de hoy y de mañana. En su afán de naturalizar este promiscuo mestizaje, el cineasta prescinde incluso de la alusión a referentes claros y singularizados: el valor de la cita transparente pierde su sentido. Las imágenes de Sucker Punch están imbuidas de la misma etérea inconsistencia que anima las imágenes suministradas por los mass media: somos incapaces de rastrear el instante en que han sido depositadas en nuestra memoria. El tejido de la hiperrealidad es más palpable que nunca.

Cercadas por un entorno depredador, Babydoll, Rocket, Blondie, Sweet Pea y Amber diseñan un espacio mental comunitario que es antes un clamor de afirmación individual y resistencia que un ejercicio escapista. El juego nunca ha sido evasión, sino creación y rebelión contra quienes han buscado disociar el placer desprejuiciado del solemne transcurrir de la vida cotidiana. Conectadas por los headset casi imprescindibles para una partida online en condiciones, las protagonistas colaboran en misiones prácticamente on-rail contra enemigos que no son más que pura textura, puro volumen, pura forma. Snyder manifiesta un interés excepcional por la evolución ontológica del videojuego: de los videojuegos como posibilitación de la alteridad pasamos a la identificación completa y plena entre usuario y personaje, entre la realidad y su representación. En uno de los minijuegos incluidos en Nintendo 3DS, visualizamos el entorno circundante a través de una cámara, y disparamos a los enemigos que invaden nuestro cuarto de estar o el vagón de Metro. El mando a distancia de Babydoll no es otro que su propio cuerpo; su danza —en sugerente y elegante fuera de campo— conjuga lo real y lo virtual en una única dimensión.

El depurado manierismo del film, tan aparente, abre sustanciales vías de reflexión y debate. Snyder examina con deslumbrante lucidez las nuevas formas de sumar e incorporar experiencias en tiempos de hegemonía digital y, por otra parte, la creciente necesidad de ramificar y amplificar nuestros sentimientos a través de vehículos de exploración emocional cada vez más complejos en entornos crecientemente inhabitables con el fin de mantener a salvo nuestra amenazada integridad emocional.

Más allá de gustos y disgustos, los hechos hablan por sí mismos. Probablemente nos encontremos ante uno de los films más importantes de las últimas décadas. Aunque será el tiempo, que es el mejor combustible pero también el extintor soberano, quien de la última palabra.