El Museo ABC de Dibujo e Ilustración (Amaniel, 29) expone hasta el próximo 12 de junio la muestra La mirada del samurái: los dibujos de Akira Kurosawa, que reúne 120 bocetos creados por el maestro japonés para la preparación y rodaje de sus seis últimos proyectos cinematográficos: Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, 1980), Ran (íd., 1985), Los sueños de Akira Kurosawa (Dreams, 1990), Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no kyôshikyoku, 1991), Espera un poco (Madadayo, 1993) y El mar que nos mira (Umi wa miteita) —no llegó a dirigirla, lo hizo Kei Kumai en 2002, pero sí dibujó sus principales escenas. La exposición descubre al gran público —y puede también que a muchos aficionados a su cine— la faceta como pintor del que fuera el embajador más importante del cine nipón en el siglo XX.
Nacido en el seno de una familia de samuráis que hundía sus raíces en el siglo XI, Akira Kurosawa aprendió a amar el cine por influencia de su padre, un apasionado del cine occidental. El joven Akira, sin embargo, tomó primero el camino de la pintura, a cuyo estudio se aplicó con ahínco durante años hasta que sus tutores, para fortuna del Séptimo arte, le convencieron de que no tenía alma de pintor. Kurosawa se entregó entonces a su segunda pasión, el celuloide, y durante seis décadas entregó puntualmente no menos de diez obras maestras que han pasado a formar parte de la historia del cine. De tres de ellas —Kagemusha, Ran y Los sueños— se hace eco la presente exposición a través de los bocetos, en forma de storyboard, que el director pintó para planificar el proceso filmación.
¿Por qué Kurosawa volvió a coger los pinceles a principios de los años ochenta? La pragmática, por desgracia, no es la única razón. Pese a su prestigio dentro y fuera de Japón, por entonces al director de Rashomon no le resultaba fácil encontrar financiación para sus películas, por lo que decidió dibujarlas para enseñar a los posibles productores qué aspecto tendrían y cómo pensaba rodarlas. Los bocetos eran, por decirlo de algún modo, un gancho comercial a modo de avance pictórico. Un anticipo a cambio del vil metal. Este hecho no opaca de ningún modo el valor de las obras que ahora podemos contemplar en el Museo ABC, entre otras razones porque la visión artística se impone a la necesidad material que las inspiró.
Las piezas reunidas están organizadas cronológicamente y se acompañan de diverso material relacionado con las películas que retratan, como carteles cinematográficos, paneles explicativos, proyecciones de escenas de los filmes y hasta un traje original de Ran (ganadora del Oscar al mejor vestuario). Lo primero que llama la atención es la perfección formal de los bocetos. No se trata de apuntes o esbozos rápidos, a la manera en que Ridley Scott dibuja sus storyboards o como Federico Fellini plasmaba sus delirios y obsesiones, sino de auténticas obras de arte concebidas y concretadas con pasión y mimo por el detalle. Estamos ante un Kurosawa que domina el dibujo, la composición, la iluminación y la paleta cromática, ya sea con el lápiz, la acuarela o el pastel. En definitiva, ante un verdadero artista con pleno conocimiento de los principales recursos expresivos de la pintura.
Enérgico en las escenas de batalla, terrible en los momentos de desolación, dulce y frágil en la intimidad, el Kurosawa pintor se presenta ante los ojos del visitante como un maestro en la captación de emociones y sentimientos. Entre sus referentes estéticos obvios destaca la pintura de vanguardia, y en concreto el expresionismo alemán de los años veinte. El colorido de Munch y Nolde es patente en las series dedicadas a Ran y Kagemusha, en las que verdes, rojos y amarillos colorean las pasiones shakesperianas que agitan ambos relatos. Pero también el postimpresionismo de Van Gogh, a quien no por casualidad dedicó uno de sus más logrados Sueños. Kurosawa imita las pinceladas del maestro holandés con admiración y respeto, desde la sabia postura del que se sabe alumno y seguidor.
Conviene detenerse unos minutos a ver las piezas audiovisuales que enriquecen la muestra, en particular una en la que Francis Ford Coppola y George Lucas (le produjeron Kagemusha) reflexionan sobre la aportación del emperador del cine japonés al desarrollo del lenguaje cinematográfico y la influencia que ejerció en sus respectivas carreras. No son alabanzas gratuitas, sino un reconocimiento sincero al talento de un hombre que supo conciliar forma y fondo, estética y contenido, y una humilde declaración que viene a confirmar que las tragedias familiares del primero y las aventuras espaciales del segundo beben —y mucho— de su extraordinaria poética visual.