El exorcista: el comienzo (la versión prohibida)

Today, God isn´t here

Las veces que he visto El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), me ha producido muchas inquietudes ese prólogo en terreno desértico, con sus dunas, sus extraños insectos, y ese aire irrespirable, produciendo que me sumergiera en épocas de descubrimientos y maldiciones faraónicas, y me hacía recordar aquellas películas de terror y de aventuras en lugares exóticos, soñados. Siempre pensé en qué le había sucedido al padre Merrin para ser como aparece en la película de Friedkin, un ser esencialmente desencantado, un luchador contra Satán, al que puede ganar muchas batallas pero que sabe que saborea el amargor de la guerra perdida.

Por eso, cuando se anunció la precuela, —de la que se haría cargo de narrar esos misterios el director calvinista Paul Schrader, sustituyendo al previsto, John Frankenheimer, quien cayó enfermo y no pudo hacerse cargo de un proyecto de 30 millones de dólares, notable para los cánones de Hollywood de entonces, enorme para un director como Schrader—, la sorpresa era agradable. Cuando Schrader mostró su obra en un pase privado, el productor James G. Robinson lo despidió fulminantemente, por la ausencia de sangre y vísceras, y se contrató a Renny Harlin para teñir de rojo la pantalla. El fracaso de la versión de Harlin propició el estreno minoritario de la versión Schrader para una mejor distribución de la misma en el mercado del dvd.

Lejos del cielo

La película del director de Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) es plenamente terrenal, ubica sus contornos en un eficaz prólogo en Holanda 1944, cuando el padre Merrin es obligado por un oficial de las SS a elegir a las víctimas de una represalia nazi entre los feligreses de su pequeña parroquia. A este contexto histórico regresará el director años después con otro ejemplo modélico del dolor y la culpa como cruz con la que cargar, en este caso con el rostro de Jeff Goldblum, en Adam Resurrected (2008). Esa pesada culpa que carga el padre Merrin lo desplaza al continente africano, donde tres años después se desarrolla su primer enfrentamiento cara a cara con Satán.

Digámoslo ya, esta versión, a mi parecer la mejor de todas y con mucha diferencia, apuesta por una meticulosa puesta en escena a partir de un guión que juega con dualidades de las que nadie se salva. Si el general nazi afirma al principio, cuando obliga al padre Merrin a dar nombres: «Hoy, Dios no se encuentra aquí», más tarde, cuando los colonialistas militares británicos deciden acabar con miembros de algunas de las tribus africanas que desean someter, como represalia por la muerte en inexplicables condiciones de dos soldados (uno, crucificado boca abajo, como san Pedro; el otro, decapitado como san Juan, dos de las innumerables referencias cristianas), vuelve a aparecer la misma frase de boca del mayor Granville.

La lucha entre Dios y Satán no se establece como una confrontación, sino como un enfrentamiento entre creencias, cristianismo y animismo, entre el integrismo del joven padre Francis y las creencias de la población autóctona, y donde lo que prevalece, por encima de todo, son las dudas del padre Merrin: «La oración. Es como no tener nada», y una única certeza: «Satán es real». Es un personaje dubitativo, que se parece a otro escrito por el mismo director, el Cristo de La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, Martin Scorsese, 1988) quien habría suscrito con naturalidad, en algún momento, las mismas frases. Ambas películas, a pesar de que El exorcista: el comienzo (la versión prohibida) no está escrita por Paul Schrader pero tenga temas muy propios de su trabajo como guionista, son una búsqueda por recuperar la fe, en el caso de Cristo para morir convencido en la cruz, en el caso del padre Merrin, para volver a vestir los hábitos de cura, abandonados después de sobrevivir a los nazis.

Por eso, su enfrentamiento contra Satán no es tal, es una pelea contra las dudas del mismo padre y una lucha contra el pecado, como recuerdo de aquellos actos de lso que no estamos satisfechos y quisiéramos modificar. Por eso, la planificación por la que opta Schrader en el inevitable encuentro entre Merrin y Satán obvia el combate en el que primaran los planos y contraplanos, y opta por la seducción, en la que los dos personajes, Merrin y un Satán de aspecto humano, alejado de la figura de macho cabrío, figuran casi siempre dentro del mismo plano, muchas veces a diferente escala. Y si Satán decide introducir la estrategia de la seducción y la tentación evitando el enfrentamiento, no son posibles las vísceras.

Solo queda el miedo a través de la duda, que es humana, como el error. El deseo de cambiar aquellos errores del pasado que acosan al padre Merrin —esa tentación birlada por Satán, quien no miente nunca, pues le promete al padre Merrin: «Dejar de sentirse culpable»—, le permite volver a Holanda, año 1944. Ni siquiera tras su tentación/debilidad, cuando sueña/imagina que consigue arrebatar la pistola al general nazi y asesinarlo, pues así no se verá obligado a elegir a las víctimas y salvarlas de la muerte, resuelve satisfactoriamente el primer punto. Merrin no elige, pero evita el trauma con el que vive, ya no es el único culpable del resultado, que sí es el mismo, la muerte de muchos inocentes acribillados por los balazos de los nazis. Y eso sí que es terror, y si lo fotografía Storaro, el espacio diegético se convierte en el espacio del horror… Y no hace falta que aparezca el color rojo.