Realmente… el verdadero terror
Desde hace algún tiempo existe una creciente y muy fructífera crisis en determinados aspectos de la terminología. Me refiero a aquellas parcelas que durante tantas décadas han encorsetado la libertad a través de la clasificación y la catalogación, compartimentando facetas de nuestra realidad a través de unos parámetros que se han ido quedando paulatinamente obsoletos. Muchas veces incluso afecta a la propia concepción de los límites entre ficción y documental, emergiendo productos que hacen tambalear los cimientos de la cercana percepción que tenemos de la realidad a través, sin ir más lejos, de lo que significa un noticiario televisivo, recuperando el sano escepticismo que nos haga establecer un espacio entre el cinismo y la credulidad. El cine recupera así su primigenio espíritu libertario, y cada vez con más frecuencia los espectadores nos encontramos con cineastas que reivindican su libertad a través de la mezcolanza de géneros y formatos, contaminándose sabiamente unos y otros hasta desaparecer aquellas fronteras que algunos tratan infructuosamente de mantener. Y es que, en el cine como en la vida, hay gente dispuesta a mantenerse tajante contra la xenofobia que producen las identidades excluyentes.
El género de terror no podía estar al margen de tal acometida iconoclasta, y como una de las principales herramientas de subversión que los autores han encontrado para realizar desde la crítica social hasta los más acerados análisis políticos, este formato se ha transformado en un contenedor de referencias del que participan el resto de los géneros conocidos. No es por lo tanto extraño que productos como Zombis nazis (Død snø, Tommy Wirkola, 2009) parezca más una comedia plagada lúcidamente de elementos de la serie de terror B —cuando no directamente Z—, o que una de las mejores obras de lo que llevamos de siglo, Anticristo (Antichrist, Lars Von Trier, 2009), se apoye en una estética cuasi satánica para denunciar políticamente las perniciosas influencias ideológicas del catolicismo sobre la conciencia femenina.
Sin embargo, no hay nada como la nostalgia, y uno quisiera volver a su infancia, cuando las cosas —por muy insignificantes que fueran— daban verdaderamente miedo. Con qué gran decepción nos hemos vuelto todos a reencontrar en la edad adulta con esas obras que en nuestra niñez nos espantaron y nos hicieron pasar noches de auténtico terror. Como mucho una actitud bipolar a base de emociones encontradas: nos reímos por esos efectos especiales un tanto chuscos y por maquillajes ciertamente risibles, mientras por nuestra otra mejilla corre una lágrima, un réquiem por la inocencia perdida.
Por todo ello, cuando echo la vista atrás y trato de recordar aquellos momentos cinematográficos que más miedo me han producido, no puedo por menos que estremecerme ante el poso que en mí han dejado films alejados del género de terror. Para mí la sorpresa fue mayúscula, pues encontré en el formato documental —ese que nos liga más que ningún otro a la realidad que nos rodea— las mayores sensaciones de miedo —incluso llegando al pánico— que haya tenido nunca… al menos desde mi infancia.
Y es que no hay nada como la sensación de impotencia ante la pérdida de control a través de la manipulación con la que se rigen nuestras vidas y la constatación de artificiosidad con el que nos sorprendemos al comprobar aquello que —hasta el momento del visionado— tan sólo sospechábamos, pues hay un buen puñado de obras que nos señalan como peleles, como marionetas manejadas por poderes sombríos y turbios, los cuales cuentan con nuestra rutina y nuestro aparente idilio vital para cosechar sus pingües beneficios. Y no sólo me refiero a los económicos, pues esa capacidad de dominación que supone el ejercicio del poder omnímodo e impune en su metodología se la tiene que poner dura a muchos. Y eso, se quiera o no, tiene que ser también una satisfacción.
Me gustaría empezar hablando de un cineasta como Michael Moore, azote de las fuerzas conservadoras de los USA y que paulatina —e inexplicablemente— ha ido arrastrando una cierta imagen bufonesca —incluso para cierta crítica progresista, lo cual resulta aún más inexplicable—. A Moore hay que analizarle en su contexto, que es lo mismo que decir la de un cineasta empeñado en su carácter de denuncia a través del didactismo, por lo que es tan baldío en Europa —aquí tenemos la sensación de que nos habla sobre aspectos sociales y políticos bastante superados— como provocativo y aleccionador en los Estados Unidos —potencia económica de las desigualdades, donde una buena parte de su población está condenada a la pobreza, la marginalidad y el analfabetismo hereditarios—. Que proclame a los cuatro vientos las bondades de la sanidad universal y gratuita en Sicko (Id., 2007) es algo que, como decía antes, a los europeos nos la trae al pairo por redundante. Pero no así a los norteamericanos, pues por el devenir de los acontecimientos no podemos dejar de pasar por alto su notable influencia para que, con la llegada de Barak Obama a la presidencia de los EE.UU., se haya planteado una reforma sanitaria más justa para con aquellas personas menos favorecidas por el país de las oportunidades. A este respecto, cómo dejar pasar por alto obras como Fahrenheit 9/11 (Id., 2004) o su última obra, Capitalismo: Una historia de amor (Capitalism: A Love Story, 2009), films donde denuncia los tejemanejes de las fuerzas políticas más reaccionarias de la administración estadounidense, en connivencia con los más granado de Wall Street, generando una crisis económica que han terminado pagando —cómo no— los más bajos —y, por ello mismo, indefensos— estratos de la población trabajadora, instaurando la famosa «política del miedo» —que ya denunciara el propio Moore en la que quizás es su mejor obra hasta la fecha, Bowling for Columbine (Id., 2002)— que ha hecho de toda una sociedad el ejemplo perfecto de la sumisión y la incondicional entrega al patriotismo en su lucha contra un «eje del mal» tan artificial como artificioso.
Sin embargo, debido a la visión en exceso buenista y optimista de Moore para con el nuevo inquilino de la Casa Blanca —a pesar de que las diferencias entre éste y su predecesor, el macaco George W. Bush, son abismales—, el documento que más espanto puede producir —por el despliegue de brutal desprecio que para con la gran mayoría de la población exponen los monstruos allí retratados— es la investigación realizada en Inside Job (Id., 2010), donde el director Charles Ferguson —acompañado por la narración del siempre comprometido Matt Damon— nos expone el trajín de cargos públicos y privados que los presidentes de los Estados Unidos de las últimas tres décadas —concretamente desde Ronald Reagan— se vienen heredando, a veces como pesada carga, a veces como imposición, a veces como bendito legado familiar, pero siempre como reflejo de la máxima del cardenal Richelieu: “El verdadero poder se ejerce desde detrás del trono”. Y es que el planteamiento político de «si no te va bien en la empresa privada, pásate a la pública» que se ha instaurado en los USA desde los años 80 da mucho miedo, con tipos sin escrúpulos que hacen y deshacen sin dar explicaciones a nadie —muchas veces ni a sus jefes—, lucrándose de una manera descarada a base de los intereses —y los impuestos— del contribuyente medio, sobre los que alguno de ellos —en concreto el indeseable Bernard Madoff— han llegado a opinar que “se lo tenían merecido”. Y todo por el delito de querer prosperar, algo que algunos consideran patrimonio exclusivo de los más iluminados, fíjese usted.
Por lo demás, es que ya no nos podemos fiar ni de la madre que nos parió: manipulación alimentaria —las geniales Fast Food Nation (Id., Richard Linklater, 2006) y Food, Inc. (Id., Robert Kenner, 2008)—, el espionaje y sus persuasivos métodos militares y políticos —The International – Dinero en la sombra (The International, Tom Tykwer, 2009) o La sombra del poder (State of Play, Kevin Macdonald, 2009)—, el corralito argentino —Deuda (Jorge Lanata, 2004) y La dignidad de los nadies (Fernando E. Solanas, 2005)—, el tráfico de armas en el continente africano —La pesadilla de Darwin (Darwin’s Nightmare, Hubert Sauper, 2004)—, la hambruna mundial y sus demenciales consecuencias —El hambre en el mundo explicada a mi hijo (Larry Levene y Gerardo Olivares, 2002) o El hambre de los campesinos (Farmers Go Hungry, Piet Van Strombeek, 2006)—, el drama de la emigración —14 kilómetros (Gerardo Olivares, 2007)—, etc. Todos ellos testimonios de pesadilla, ficciones o documentales —cuando no benditamente contaminados unos de otros— que nos dicen a las claras el mundo de miedo en el que estamos viviendo, muchas veces invisible y, debido a ello y cuando lo descubrimos, más terrorífico aún. Realmente… el verdadero terror.
Interesante reflexión, Israel. Con la que está cayendo, parece lógico que el verdadero terror nos lo produzca el galopante déficit empático (una de las características más distintivas de la psicopatía) que se ha instalado en gran parte de la oligarquía dominante, y que para un servidor explica muchas de las cosas que están pasando.
Así las cosas: ¿Para cuando un torture porn en la sede del FMI?