Derivas que llevan a buen puerto
Hay películas que son más únicas que otras. Las piensas, las repasas, las coges de la mano, las dejas un rato a su aíre y luego vuelves sobre ellas. Ellas, muchas veces, no te esperan de la misma manera, se han vestido, han evolucionado o han decidido irse con el cine a otra parte. Te dejan una nota que pone algo en clave o «cabrón», un café que te despierte de tu letargo, unos huevos con bacon que te arrojen a la melancolía. Un poema, una canción sonando o una fotografía que arde. Un actor no profesional que mira a cámara, el rugido de la vida para espantar a la muerte, la silueta de un hombre negro que se pierde en las sombras. La oscuridad cuando aparece la luz. La nueva película de Pedro Aguilera es una de esas. No una de tantas sino una de esas.
El donostiarra lo habría tenido fácil para seguir la senda abierta por La influencia. Un poco de aguantar el plano cuando nadie se lo espera, bien de nucas, actores no profesionales y ni ganas de serlo, citas a Bresson y a Kiarostami, gente caminado huyendo o acercándose a cámara, etc…La primera vez le salió impecable, consiguiendo una película honesta y verdadera que desmontaba sus propios trucos con talento y esencia (tan valida la de lo primigenio como la de lo primordial), poniendo sobre el resultado final una mirada tan desnuda que acojonaba un poco. Naufragio es otra cosa y, si se me permite la frontalidad, es otra cosa mejor.
Y lo es porque en lugar de seguir un camino abre un universo que se expande sobre senderos diferentes que se bifurcan, porque no tiene miedo a ser diferente incluso de las películas diferentes, porque acepta que el humor y la tragedia no tienen que viajar en vagones separados, porque defiende que lo inexplicable no responde ni a un fórmula ni a una estrategia preconcebida. Porque rompe la baraja cuando creemos por fin comprender las reglas. Aguilera sigue su instinto y viste de simbología el tránsito vital entre lo vivido y el destino, entre las piedras que formarán nuestra propia lápida y los ojos en blanco del que ve un poco más allá que lo demás.
Porque Naufragio es una película que no se queda donde se le espera al desmarcarse tanto del cine social al uso al que parece condenarle sus características externas, como del cine ensimismado que se conforma (y se reconforta) con lecturas de escuela. Aguilera traza una raya en el agua y une y separa las ondas que van del Buñuel más simbolista a las primeras películas de Jodorowsky, pasando incluso del choque cultural a lo Jean Rouch al naturalismo salvaje y humano de la última película de Skolimowski, Essential Killing. Todo un inventario ajeno que el director de La influencia hace propio imprimiéndole al relato una sensación de deriva constante gracias a la interpretación de Solo Toure (extraño, extrañado) y al propio ritmo interno de la narración.
Eso hace que a veces la película tenga altibajos, que sus oasis se transformen en espejismos momentáneos y los camellos en lugar de llevarnos a tierra firme nos vendan alucinaciones variadas sin receta y sin instrucciones. Pero ahí también reside cierto encanto en la vida y en el cine (que también forma parte de la vida, que no se olvide), en el dejarse llevar por las derivas que cambian el rumbo de una película, de una carrera o de una filmografía. Pedro Aguilera no tiene miedo a dar un paso adelante respecto a su propia generación, más preocupada por lo que opinen 30 personas que por hacer un cine comprometido con su tiempo y con su espacio.