The Last Winter

De las nieves y sus abominables hombres

2009 fue un año aciago para el ecoactivismo. Aquel otoño un hacker reventó un servidor de la Unidad de Investigación del Clima de la Universidad de East Anglia, exponiendo a la luz pública miles de comunicaciones confidenciales mantenidas entre sus miembros durante un largo periodo. Algunos de los documentos revelaban, cuanto menos, una falta de rigor estadístico y metodológico que favorecía las tesis sostenidas por científicos de su cuerda, empeñados en demostrar por cualquier medio la influencia determinante del hombre sobre el cambio climático. En los debates que el escándalo suscitó en los medios primó la sospecha de intereses bastardos detrás de estudios que se presumían liberados de agendas políticas y económicas; éstas, no obstante, también guiaron a la opinión pública, aún dividida en un asunto de ciencia entrado el tercer milenio. El enemigo de toda acción, la duda, se enquistaba en mentes ecologistas de convicciones débiles, entre ellos los políticos más poderosos de nuestro tiempo.

Tres años antes Larry Fessenden ya había estrenado The Last Winter, una obra en sintonía con aquellas inquietudes en el horizonte. Iconoclasta ajeno a la deriva gorefestivalera del género en la última década, autor de cine fantástico en sus facetas de director, productor e intérprete, entre otras, Fessenden es un caso de libro del llamado cine invisible, ignorado por la crítica abanderada de octogenarios y desertores de lo real en revolución permanente. Su película tampoco pretendía ser revolucionaria, pero si hablamos de territorios naturales cinematográficos, el que explota en su condición de filme de terror le está vedado a gurús del ecologismo paternalista como Leonardo DiCaprio en The 11th hour (Leila y Nadia Conners, 2007) o Al Gore en Una verdad incómoda (An inconvenient truth, Davis Guggenheim, 2006). Con la ficción por delante, The Last Winter penetra en una capa de la realidad más allá de la política, donde las sombras de la conciencia engullen la algarabía del dominio público.

Puro artefacto de serie B, la premisa de un pelotón de científicos y trabajadores de una petrolera aislados en una base ártica nos remite inmediatamente a La Cosa (The Thing, 1982). A semejanza de la obra maestra de Carpenter, la locura y la paranoia se adueñan de ellos obedeciendo a una ominosa amenaza que parece provenir del entorno, donde la capa permanente del subsuelo helado comienza a fundirse. De ahondar en otros rasgos coincidentes entre ambos filmes (la hostilidad del medio, la inoperancia de los protagonistas frente al peligro) nos disuaden divergencias de mayor relieve entre Fessenden y su predecesor, la principal de ellas —significativamente compartida por Rob Zombie en su saga Halloween— la renuncia a representar el Mal en términos absolutos a la manera de Carpenter.

Esta elección desplaza el centro dramático de la historia a la colisión entre las distintas opciones vitales que encarnan los personajes, falso maniqueísmo instrumental que nace y muere en la indiferencia del paisaje, como veremos. Además del ego colmado de virilidad insatisfecha de Pollack (un granítico Ron Perlman) como sinécdoque de la iniciativa capitalista, nos interesa destacar al más contemporáneo Hoffman (James LeGros), un ecologista dispuesto a confrontar sus tesis tanto con sus colegas como con una Naturaleza inclemente con la humanidad. Al igual que el Dr. Rollason de un Peter Cushing cínicamente apocado (como solían demandarle sus papeles en la Hammer) en El Abominable Hombre de las Nieves (The Abominable Snowman, Val Guest, 1957), más hermanada en inquietudes y resultados con The Last Winter, Hoffman reconoce una fuerza superior que no puede abarcar desde su actual entendimiento. Sin embargo, el deterioro de la dinámica del grupo a raíz de las sucesivas revelaciones no le permite conformarse con la actitud socrática de Rollason respecto a su propia ignorancia, y lo más grave —signo evidente de la época que vivimos—, tampoco dispone de una estructura religiosa y antropológica comparable a la de los lamas tibetanos, a través de la que encauzar su pánico existencial hacia las manifestaciones preternaturales.

La utilización del componente fantástico para expresar dicha dimensión espiritual inasible encierra la clave de la propuesta de Fessenden. Ya en Escalofrío (Wendigo, 2001) recurría a la criatura del folklore indio como extensión onírica, de fuera a adentro, de un frágil hogar de clase media desintegrándose entre sacudidas de violencia. Aunque presencias espectrales semejantes hacen su aparición en The Last Winter, la omisión de cualquier referente legendario en ésta nos aleja de lecturas psicológicas para asomarnos a un vórtice de horror cósmico de tintes lovecraftianos. Y aún más acusada es la desviación estilística en contraste con su predecesora. Si nos atenemos a su filmografía, del autor cabría esperar su apego acostumbrado por los registros dramáticos, así como su probada habilidad para sacar partido de lo que podríamos denominar planos familiares, con dos o tres personajes compartiendo encuadre en un escenario que a su vez aporta sus propias connotaciones al mismo. ¿Qué nos dicen entonces las espectaculares panorámicas con grúa de las banquisas desoladas, esas figuras perdidas en un vacío desdibujado por la fotografía quemada? El rasgo se nos antoja exógeno y en tensión con los pasajes intimistas de la obra.

Fessenden resuelve la dicotomía en uno de los fragmentos más bellos del fantástico de principios de siglo, motivo suficiente para su inclusión en nuestro dossier. Llegando al clímax del filme, se narran los últimos instantes de un personaje mediante una perspectiva subjetiva partícipe de la citada estética de lo nouménico; por fin, el alma humana se funde con un orden cosmológico impreso en los retales de la razón, rindiendo su independencia ilusoria al medio que habitaba. Con la ironía de la que carecen poetas más finos de la materia como Cronenberg o Jörg Buttgereit, la muerte se nos presenta como la más pura expresión de la ecología, la armonía con el Ser que pasa por negar el ser. Si en verdad fuéramos capaces de intervenir en el cambio climático ello supondría, si no evitar, al menos protestar contra esta implacable condición de la existencia; de la misma manera que estabilizar un reactor nuclear, en tanto que puntal de nuestra civilización, nos consuela de los seísmos y maremotos que la azotan. Hasta el último invierno.