Un cuento chino

Darín de fábula

Comienza Un cuento chino con un aviso más propio de grandes y pequeños dramas, indicándonos que esta película está basada en hechos reales (cosa que queda desmentida al final de la misma, o más bien matizada, cambiando ese tremendo basada por un más ligero inspirada, mucho mejor al caso); y lo hace para que veamos, desde un primer momento, que las cosas, siendo serias, no hay que tomárselas así, y de paso meternos de golpe en esta fábula que vamos a presenciar durante poco más de hora y media con una escena inicial tan absurda como hilarante, trágico desencadenante de toda la historia: una vaca cae del cielo justo encima de la barca donde Jun se está declarando en matrimonio a su novia, y mata a la mujer. Este suceso hace que el hombre busque mejor fortuna en Argentina, donde aún conserva algún pariente. Extranjero en un país donde él no entiende a nadie, y nadie le entiende a él, sólo contará con la ayuda de un ferretero ermitaño y hosco para encontrar a su tío.

Con estos mimbres se presenta el segundo largometraje de este director argentino curtido en televisión, hecho que se nota en el dinamismo de la historia y que, por otra parte, ha tratado de ocultar a través de sus imágenes, con encuadres más centrados en los primeros planos de los personajes que en cualquier otro elemento narrativo.

Y es que son estos personajes los que sostienen todo el entramado de la película: el guión es simple, sin recovecos ni alardes pseudointelectuales, y las imágenes no apabullan, como procede a la hora de narrar una fábula como ésta, con moraleja incluida y redención final, previsible y esperada. No existe denuncia social, a pesar de encontrarnos con la maldad de la gente y la violencia policial; no hay reflexión sobre la soledad del individuo, aunque el personaje principal es un solitario por elección y debe enfrentarse a una burocracia kafkiana: sólo queda el cuento. Bien contado y mejor interpretado.

Porque mención aparte merecen los actores de esta película concebida para disfrutar, y que consigue su propósito, acierta, da en el blanco (cosa que, a mi parecer, ya es mucho decir). Sobre todo Ricardo Darín, que sin lugar a dudas es uno de los mejores actores, si no el mejor, del panorama hispanoamericano. Es Darín el reclamo fundamental para acercarse a ver esta película; y el director lo sabe, otorgándole un protagonismo ante el que el bonaerense, ya entrado en su medio siglo bien llevado, se crece y hace crecer todo aquello que entra en el radio de acción de su magnetismo irrevocable.

Después de haber trabajado en su país en dos grandes películas como son El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) y Carancho (Pablo Trapero, 2010), interpretando, respectivamente, a un apocado y entrañable secretario de Juzgado obsesionado por un crimen antiguo y a un abogado cínico y descreído que finge atropellos para estafar a las aseguradoras, Darín se sumerge en esta cinta situada en las antípodas de estos dos filmes, el primero imbuido de la poética de la justicia de Borges, el segundo jalonado por el realismo descarnado de Arlt (la eterna e inconclusa disputa, hasta en el cine, de dos históricas corrientes narrativas, la de Florida y la de Boedo).

Pero a Darín no se le resiste nada: aquí le toca interpretar el ferretero de nombre impronunciable para su nuevo amigo chino y sortear toda suerte de problemas para alcanzar la meta nada grandilocuente de encontrar al pariente de Jun. Poco a poco el tipo malhumorado, obsesivo, solitario, bondadoso y gruñón centra toda nuestra atención, acompañado, eso sí, por unos secundarios que no desentonan (por ejemplo, Muriel Santa Ana, con una sonrisa contagiosa y una mirada que transmiten en todas sus apariciones la intensa alegría de vivir que posee su personaje; o la galería de tipos que pasean por la ferretería De Cesare); y ya estamos de lleno dentro del cuento, sin importarnos que ciertas cosas en la película puedan chirriar (como el flashback de Las Malvinas, con su estética y su fotografía de videoclip). Han conseguido los actores, con Ricardo a la cabeza, que nos creamos la historia, que tengamos fe en los milagros cotidianos y participemos durante un rato de la fábula, y también de esa confabulación universal que es el desear, alguna vez en la vida, por afán de justicia, la sonrisa de un final feliz.