Sin identidad
Se planteó a raíz del estreno de Appaloosa (id., E. Harris, 2008) la necesidad de seguir realizando western. La pregunta se ha planteado de nuevo ante este Blackthorn (Sin destino), una propuesta insólita en el cine español que merece atención ni que sea por el riesgo asumido en el proyecto y la buena factura que exhibe.
La historia de Blackthorn toma como eje una aventura del legendario Butch Cassidy, asaltante de trenes, representante armado de los indignados de su época, que se dedicó a saquear los ferrocarriles de los poderosos en tiempos de miseria. Acosado por los mercenarios que lideraba la agencia Pinkerton, Cassidy, su amigo Sundance Kid y su amante Eta, partieron hacia el Sur en busca de mejor, y mayor, fortuna. Cuenta la historia (en minúsculas, puesto que hay bastantes dudas) que acabaron sus días acorralados por el ejército boliviano. Gil y Miguel Barros, su guionista, descartan el final planteado en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, G. R. Hill, 1969) y plantean que Cassidy sobrevivió a dicho tiroteo y siguió su vida como improbable domador de caballos en los aledaños de la puna boliviana. (hay de hecho referencias que situarían a Cassidy más adelante en la Patagonia Argentina, como recogió, entre otros, Bruce Chatwin; En la Patagonia; Ed. Península, 2007) Así pues, los referentes de esta obra no están en el romanticismo pop de Hill sino, lejanos pero directos, en sendas obras de Sam Peckinpah, Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962) y Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969). En ambos casos por la revisitación de la figura del héroe maduro, desclasado en la sociedad y desplazado por los nuevos tiempos. En el segundo caso por la referencia a la banda del Agujero en la Roca o Grupo Salvaje, que se relacionara también con Cassidy. Ahí es nada, más que atrevimiento, se diría que se trata de osadía. Y ese puede ser el talón de Aquiles de esta cinta, dado que antecedentes de tal calibre son más una losa que una carta de recomendación.
Gil plantea su película con modestia y se aleja de los referentes clásicos. Aun con una factura moderna evita los excesos de violencia, propios del manierismo de Peckinpah, o la postmodernidad precoz de Hellman Obtiene un resultado efectivo pero oscila peligrosamente entre el trabajo de un artesano bien aplicado y el ensamblaje de un conjunto de imágenes recopiladas por un aficionado al género que aporta escenas y temas pero a los que les falta algo de vida propia. La cinta arranca de modo muy eficaz en la presentación de personajes y desplaza sabiamente la acción de modo progresivo a tierras salvajes, a medida que el conflicto se recrudece, hasta recurrir al paisaje del inmenso salar de Uyuni en una de las secuencias climáticas. Es aquí donde se evidencia lo mejor y lo peor de la película. Gil organiza unos tiroteos ágiles, como hace en otras escenas, evitando los excesos y recurriendo al off cuando es preciso. Sin embargo, el ritmo es excesivamente funcional. Cuando la persecución se alarga en un paisaje tan abstracto, cuando los jinetes van cayendo presos de insolación y agotamiento, la secuencia pedía a gritos una dilatación temporal que aumentara la tensión y el dramatismo. Una dilatación presente en clásicos como Camino de la horca (Along the Great Divide, R. Walsh, 1951), con el sheriff soportando días sin sueño para evitar la fuga de unos prisioneros que no tienen más que esperar que se derrumbe. O también en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, D. Lean, 1962) dónde la cámara contempla imperturbable como el personaje perdido en el desierto va, progresivamente, desprendiéndose de sus posesiones intentando sobrevivir.
El resultado final es, por ello, más decepcionante de lo que uno esperaría hacia la mitad del metraje de Blackthorn Sorprende que la veneración mostrada hacia el personaje de Cassidy no se corresponde con el final, dónde el personaje es elipsado y sustituido por su antigua némesis a la que los años han reducido a un espantajo, más fuera de lugar que el propio bandido. Es en el patetismo de este Mckinley (de nuevo un Stephen Rea roba escenas, aun en un rol incómodo y un tanto incongruente) dónde debería reflejarse la grandeza de Cassidy. Y no se consigue.
Tal vez se desprenda de mis comentarios que la película es un fracaso. En absoluto. Se trata de dos puntos que debilitan la propuesta y que le arrebatan la identidad en su esfuerzo por ser algo más, de acercarse a sus antecesores, aunque sea a marchas forzadas. Pero, en cualquier caso hay que agradecer a Gil su valentía y reconocer que, aun estando lejos de una propuesta más próxima en el tiempo como era Appaloosa, el resultado es más que válido. Gil lo ha defendido con energía. ¿Por qué un western? Porque el género del western nos plantea siempre dudas morales y nos delimita posturas de dignidad. Por eso un western siempre merece la pena. Por eso Blackthorn, pese a su crisis de identidad, merece la pena.
¿Por qué un western? Porque en un siglo que inicia las artes miran de nuevo a sus orígenes para buscar los nuevos senderos que la renovarán y le permitirán conservar su grandeza. El western contribuyó a que el cine se convirtiera en algo tan o más grande que la vida. Por eso un western, porque para el cine, este genero es una de sus «Raíces de piedra».