Encontré al diablo

Encontré al diablo, última película hasta hoy del proteico Kim Jee-woon, ha vivido una errática trayectoria a lo largo de trece festivales internacionales, sembrando por doquier intensas polémicas que recuerdan a las generadas, en su momento, por filmes como Saw (James Wan, 2004) o Martyrs (Pascal Laugier, 2008). Incluso figuró, sorprendentemente, en la Sección Oficial del 58º Festival de Cine de San Sebastián, escandalizando a buena parte de la audiencia y provocando abandonos masivos de la sala, tan sólo superados ese mismo año por la monumental Misterios de Lisboa (Raúl Ruiz, 2010). Sin embargo, su llegada a las salas de cine sólo ha tenido lugar en Corea del Sur, Taiwán, Japón, Reino Unido, Turquía, Francia y, de forma muy limitada, en Estados Unidos.

Dado el caótico panorama que rige la distribución española actual, deberíamos agradecer (aunque en voz bajita y sin abandonar completamente el tono quejumbroso) la edición íntegra en DVD —sin contenidos extra, eso sí — de un filme que, de haber llegado a nuestras salas, probablemente lo habría hecho sufriendo inadmisibles mutilaciones en su metraje. Encontré al diablo es otro brillante ejercicio de uno de los grandes malabaristas del cine de género contemporáneo, que fusiona, en esta ocasión, los influjos del torture porn, la comedia —omnipresente en su filmografía—, el slasher y cierta modalidad del thriller moderno inaugurada por David Fincher con Se7en (1995) y ampliada en Zodiac (2007), dos de las películas más sugestivas e inteligentes hechas nunca sobre el miedo como enfermedad social que dinamita el alcance de todo orden institucional llamado a organizar nuestra existencia en los espacios públicos y privados. Frente al flagrante fracaso de los estados posmodernos y gracias (incluso) a su influjo, serán tenebrosas pulsiones subterráneas las que tomen el relevo, asumiendo su papel de secretos motores de la Humanidad.

En relación con su coyuntura cinematográfica, Encontré al diablo surge como incisiva réplica a las películas de Park Chan-wook Simpathy for Mr. Vengeance (Boksuneun naui geot, 2002), Simpathy for Lady Vengeance (Chinjeolhan geumjassi, 2005) y, muy especialmente, Oldboy (2003). No por casualidad, el degenerado que interpreta Choi Min-sik tiene una clara preferencia por los martillos a la hora de dejar inconscientes a sus víctimas. Si Chan-wook hablaba de las propiedades balsámicas y catárticas de la ficción vengativa, Jee-woon nos dice que no hay un sentido purificador en el afán de destruir a quien nos ha causado daño; a lo sumo, iniciar ese tránsito al reino de las sombras nos lleva a asomarnos a nuestras cavernas interiores para (re)conocer un paisaje emocional devastado que se extiende desde la conciencia individual a la colectiva.

Encontré al diablo no utiliza el género como plataforma para discurrir acerca de la venganza —aunque esta sea, indudablemente, uno de los asuntos medulares de la película—, sino que, más bien, emplea el duelo entre vengadores con el fin de hablarnos de la interrelación entre el sufrimiento del cuerpo y el de la mente. Soo-hyun —un hierático y sobrecogedor Lee Byung-hun—, agente del servicio secreto surcoreano, presencia la muerte de su novia a manos de un psicópata sin atisbos de empatía por ningún otro ser vivo; de ésta forma, el atribulado joven iniciará una gesta vindicadora que no tiene tanto que ver con equilibrar la balanza eliminando al criminal, sino con tratar de igualar, a través de la tortura física, el sufrimiento indescriptible que ha convertido al protagonista en un maldito, en una sombra errabunda. Escribía Ludwig Wittgenstein que la palabra dolor es apenas una convención lingüística, y que al referirnos a ella no hablamos sino de nuestro propio dolor, verbalmente intransferible, sin llegar nunca a comprender si se corresponde con aquello que el Otro denomina de la misma forma. Por ello, Soo-hyun toma un signo de interrogación entre las manos y golpea sin descanso la cabeza de su enemigo —hay una extraña fijación craneal en el filme, quizás por ser el habitáculo que protege el órgano encargado de tejer las estrechas relaciones entre los estados mentales y los estados físicos— al ritmo machacón de una obsesiva pregunta: “¿Por qué?” Y no existe por parte de Kim Jee-woon siquiera una tentativa de respuesta, limitándose a filmar a sus personajes en un valle de inagotables lágrimas, sin perspectiva alguna de redenciones celestiales o posludios en el Paraíso. ¿Pero cómo sumergir en un pozo de ilimitado sufrimiento a un demonio sin conciencia? La conclusión no podría resultar más atroz: tan sólo ramificando el daño desde el cuerpo individual al social podemos asegurarnos de haber producido una aflicción (teóricamente) equiparable.

El primerizo Park Hoon-jung estructura el guión en una serie de vibrantes set-pieces, compactas bombas de relojería que estallan en una sucesión de sórdida violencia y apabullantes vueltas de tuerca insertas en una espiral narrativa que se dirige hacia un abrasivo, irrevocable y terrible final. Kim Jee-woon inyecta potentes dosis de humor negro que, lejos de frivolizar o banalizar el discurso, enriquecen el alcance de unas imágenes que perturban por su carácter híbrido. Algunos instantes de vigoroso sentido dramático obtienen la forma del gag puro y duro: la cabeza de la joven que, debido a la torpeza del personal forense, rueda frente los ojos vidriosos del aturdido novio. El público —auténtico objeto de estudio de este experimento— aguanta la respiración, se cubre los ojos, suspira y ríe; el hecho de que la violencia sea recibida con regocijo o con malestar no depende de la intensidad o explicitud de la misma, sino más bien de qué cuerpo reciba las agresiones. En palabras del difunto James D. Halloran, antiguo director del Centro de Investigaciones sobre Comunicación de Masas de la Universidad de Leicester: «Cosas que se consideran violentas cuando las realiza un grupo, se califican como «uso legítimo de la fuerza» si las lleva a cabo un grupo distinto. La historia nos dice que «hay buena violencia» y «mala violencia». Y la gente que chilla contra la violencia, no lo hace contra toda la violencia, sino contra ciertos aspectos de la violencia que ellos consideran molesta para sus intereses ». Por ello, hábilmente manipulado, el espectador se posiciona, en un principio, francamente a favor de una venganza cuya consumación deseamos, pero cuyo sentido, poco a poco, va diluyéndose, sumiéndonos en una progresiva incomodidad.

Así, Encontré al diablo resulta, en definitiva, un lúcido ensayo acerca de la desorientación ética de nuestros tiempos, imprescindible reflexión sobre la presencia y el impacto de la violencia en los medios audiovisuales y la insensibilización del ciudadano por medio de la banalización de lo violento. Frente a la labor anestésica y alienante de los mass media, reside en manos de la ficción la tarea de reflexionar sobre las múltiples dimensiones diacrónicas y sincrónicas de la violencia. Porque el tercer demonio al que alude el título de la película dormita, con un ojo abierto, acechante, en la conciencia social a la que apunta este relato decididamente contemporáneo.