Saga Harry Potter. Conclusiones

La soledad del héroe

La singularidad de esta serie de películas, que convierte el fenómeno en algo único a lo largo de la Historia del cine, es fuente, al mismo tiempo, de algunas de sus virtudes y de varias de sus limitaciones. Los ocho filmes de la saga son adaptaciones de las siete novelas escritas por Joanne Rowling (Yate, Reino Unido, 1965) bajo el seudónimo J. K. Rowling: Harry Potter y la piedra filosofal (Harry Potter and the Sorcerer’s Stone; novela de 1997, película de 2001), H.P. y la cámara secreta (H.P. and the Chamber of Secrets; 1998, 2002), H.P. y el prisionero de Azkaban (H. P. and the Prisoner of Azkaban; 1999, 2004), H.P. y el cáliz de fuego (H.P. and the Goblet of Fire; 2000, 2005), H.P. y la orden del Fénix (H.P. and the Order of the Phoenix; 2003, 2007), H.P. y el misterio del príncipe (H.P. and the Half-Blood Prince; 2005, 2009) y H.P. y las reliquias de la muerte: Parte 1 y Parte 2 (H. P. and the Deathly Hallows: Part 1 and Part 2; 2007, 2010-2011).

Esa singularidad —basada en su amplia e inusual prolongación en el tiempo, literaria (1997-2007) y cinematográficamente (2001-2011)— es que se ha convertido en una referencia generacional muy amplia; por ejemplo, los chavales que comenzaron a leer los libros con diez años y a ver las películas con catorce, han acabado la lectura con veinte y el visionado de los filmes con  veinticuatro; a eso hay que unir el hecho de que la edad de los personajes, en líneas generales, ha estado muy cercana a una parte amplia de sus lectores/espectadores y, del mismo modo, Daniel Radcliffe (Harry Potter) comenzó a rodar con ocho años y ha terminado con dieciocho, Emma Watson (Hermione Granger) empezó con siete y ha terminado con diecisiete, y Rupert Grint (Ron Weasley) se inició en la serie con nueve y la terminó con diecinueve. Se ha producido, pues, una poco habitual coincidencia generacional entre los personajes de ficción, los protagonistas de las películas y una amplia mayoría de lectores/espectadores que, necesariamente, ha reforzado el elemento identificativo presente en toda manifestación de esta envergadura, que abarca nada menos que una década.

Esta reflexión previa me parece especialmente procedente puesto que, más allá de las cualidades cinematográficas, en las que entraré luego, es obligado dar por sentada la relevancia que ha constituido la saga en la conformación del imaginario colectivo de varias generaciones de jóvenes y menos jóvenes; algo del máximo interés, sabiendo que toda generación acaba poseyendo su propia mitología, sus casi inevitables referencias icónicas y sentimentales.

Algo más complejo resulta desentrañar el significado de ese imaginario, que hay que reconstruir a la luz de 3.665 páginas de literatura y 1.198 minutos de cine, y aún más en un espacio limitado como este. Sin embargo, hay muchos temas que aparecen con nitidez en un análisis sintético y que coinciden, por lo demás, con los mitos de otras generaciones: la lucha del bien contra el mal, la constitución del héroe, la aventura como viaje iniciático, las dicotomías y confusiones entre la apariencia y la realidad, la lealtad como ética valorizada y al mismo tiempo puesta en cuestión, la reflexión sobre el poder, la reivindicación diferenciada de los sentimientos y de la razón, la capacidad de soñar como el primer paso para construir un mundo mejor o, en fin, una sutil deliberación sobre aquello que nos hace verdaderamente felices. En este sentido, no sería difícil y sí muy interesante, comparar el contenido semántico de la saga protagonizada por Harry Potter (2001-2011) con las de —por poner los dos ejemplos más destacables— Luke Skywalker (1977-2005) o Frodo Baggins (2001-2003), aunque sus estructuras cinematográficas (industrial y creativamente) sean tan diversas; y no deja de ser curioso que entre 2001 y 2003 las tres coincidieran en la cartelera mundial.

Quizá lo más interesante del contenido de la serie que nos ocupa sea, por un lado, la división del mundo en «gente mágica» y «gente no mágica» (muggles) y, por otro, la radical imbricación del bien con el mal (aunque el desenlace de este aspecto sea decepcionante). Me resulta inevitable identificar a la «gente mágica» con aquella que, en nuestro mundo real, tiene la lucidez suficiente para ver más allá de la superficie de las cosas, y la valentía para enfrentarse a los problemas y transformar la sociedad, aun a cuenta de su propia integridad; la «gente no mágica» son aquellos que, como los tíos de Harry Potter, se dedican a pasar de puntillas por la vida mediante una existencia mediocre y, lo que es peor, a maltratar a quienes poseen esa lucidez de la que ellos carecen. La película, en este tema, tiene especial cuidado de ofrecer protagonistas «mixtos» (Hermione Granger es «mágica» pero de padres «no mágicos») y de defender la necesaria integración de todos, lo que brinda un marco ético impecable a la siempre necesaria diferenciación entre quienes se la juegan para construir la sociedad y quienes prefieren ser meros espectadores (e incluso boicoteadores).

El segundo aspecto relevante sólo puede ser tratado desvelando algunos de los grandes secretos de la serie; lo advierto por si el lector prefiere saltarse los dos párrafos siguientes. Si hay algo que me resulta apasionante del argumento pergeñado por J. K. Rowling es la idea de que la supervivencia del villano (Lord Voldemort) está ligada directamente a la supervivencia del héroe (Harry Potter), puesto que una de las siete partes (horrocruxes) en que está dividida el alma de Voldemort, y que habrá que destruir para acabar con él, se alberga en el propio Potter. Esta magnífica tesis sobre los puntos de intersección entre el bien y el mal, llevada hasta las escenas finales del último filme, acaba siendo desactivada en busca de un happy end innecesario, aunque lógicamente previsible teniendo en cuenta el público mayoritario al que va dirigida la saga; es decir, que se encuentra una argucia argumental —que además daña la verosimilitud de esa parte final— para que el mal desaparezca sin necesidad de que desaparezca el bien. Aún así, el interés de esa línea argumental permanece, y quizá una lectura atenta de todas las novelas, sumada a un segundo visionado de la saga podría ofrecernos alguna sorpresa de mayor interés.

Esta ambigüedad moral, que huye de un maniqueísmo radical aunque no lo destruye, está muy relacionada con la dicotomía entre apariencia y realidad, otro de los temas cruciales de la serie; ambos pares de ideas (bien/mal, realidad/apariencia) se encarnan magníficamente en el que quizá es el personaje más interesante —e importante— del relato, el profesor Severus Snape (Alan Rickman) y que, además, da lugar a una de las subtramas más bellas de toda la historia. Aunque con ciertas ambigüedades que anunciaban ya una naturaleza compleja, la mayor parte del metraje de la saga nos había mostrado a un Snape oscuro, agresivo, irascible, hosco, paternalista, temible; el momento en que da muerte a Albus Dumbledore (director del colegio Hogwarts y aparente encarnación del bien), en la sexta película, le había colocado a la derecha de Voldemort, como villano indiscutible. Sin embargo, el final de la saga desvela la esencia romántica de un personaje cuyo hito primordial hay que rastrearlo, años atrás, en la muerte de la madre de Harry Potter, de la que él estaba enamorado, a manos de Voldemort; desde entonces, su máximo anhelo fue proteger a Harry y vengar aquel momento de dolor, para lo cual llegó a realizar el máximo sacrificio posible, convertirse en lugarteniente del asesino de su amor, consiguiendo así la información necesaria para acabar con él. La escena de su muerte, sacrificio máximo por un ideal, es uno de los grandes momentos de la saga.

Cinematográficamente, como es lógico, la heterogeneidad de las ocho películas hace imposible un análisis global y sería demasiado prolijo extendernos en cada una de ellas. No es menos cierto que es perceptible cierta evolución en algunos aspectos, fundamentalmente en lo que concierne al oscurecimiento del tono. Desde las dos primeras, donde los protagonistas son niños y donde nace también, desde la mayor ingenuidad, la esencia de la trama, hasta las dos últimas, se produce una curva ascendente de hieratismo y tenebrosidad que llega al culmen en la excelente primera parte de Las reliquias de la muerte, cuyo magistral ambiente fotográfico, por cierto, se ve malogrado en el último filme a cuenta de la moda —ya en retroceso— de las 3D. Esa evolución visual acompaña a otras evoluciones que adquieren, bajo esa coherencia, especial significado: la que hay entre la niñez y la adolescencia, entre la ignorancia y el conocimiento, entre la ingenuidad y el aprendizaje, entre la felicidad y la melancolía. Da la sensación, observando en perspectiva el paralelismo bien trazado de estas evoluciones, de que una de las percepciones más claras (y más didácticas) de la saga es lo escasamente grato que es ir enfrentándose al endurecimiento de la vida.

Las dos primeras películas, dirigidas por el artesano Chris Columbus (n. 1958; Sra. Doubtfire, Papá de por vida, El hombre bicentenario) se dedicaron a presentar a los personajes principales, sus conflictos y, sobre todo, el contexto «mágico»; bajo esta perspectiva, el primero de los filmes es quizá uno de los más imaginativos de toda la serie, repleto de ingeniosas puestas en escena de esa magia, y provisto del sabor dulce y gratificante del buen cine infantil; el segundo filme, uno de los más flojos de la saga, aparece casi como mera continuación, pero sin apenas logros argumentales ni visuales.

Alfonso Cuarón (n. 1961; Grandes esperanzas, Hijos de los hombres) le ofreció a la serie su primer impulso hacia la oscuridad, dotó al tercer filme de la mejor estructura narrativa de la saga y dirigió con un ritmo trepidante el guión escrito por Steve Kloves (n. 1960; Los fabulosos Baker Boys, Jóvenes prodigiosos). Así, Harrry Potter y el prisionero de Azkaban es, de las ocho películas, una de las más notables, demostrando que no es indiferente quién dirige una película, y dejando buena nota del talento de Cuarón como realizador. Las tres siguientes (H.P. y el cáliz de fuego, H.P. y la orden del Fénix y H.P y el misterio del príncipe) adolecen de una suficiente tensión narrativa, notándose claramente la distancia entre la densidad de las novelas (que suman casi el 60% de las páginas totales de la saga literaria) y la incapacidad de los guiones para sintetizar con precisión y brillantez lo realmente relevante; mención aparte merece la segunda de ellas, la única que no tiene guión de Kloves (escrito por Michael Goldenberg, autor del libreto de Mil ramos de rosas) y sin duda la peor de las ocho, completamente desnortada y carente de puntos de referencia.

H.P. y el misterio del príncipe, por su parte, es el segundo salto hacia esa oscuridad propia del final de la saga, recupera gran parte del pulso visual perdido en la parte central de la serie y anuncia lo mejor de H.P. y las reliquias de la muerte – Parte 1 que, como decía, se ve lamentablemente malogrado en la segunda parte, octava y última película, en lo visual por culpa de las 3D y en lo narrativo por la necesidad de sintetizar demasiadas cosas en pocos minutos, y también por un excesivo prurito de que cada escena sea más espectacular y más brillante que la anterior.

El balance general del relato completo es mucho más interesante en el fondo que en la forma, lo que pone de manifiesto que la maquinaria de Hollywood no ha acertado plenamente al llevar a la pantalla el universo de J. K Rowling, sin duda más atractivo que su puesta en escena. Algo tiene que ver con la equivocada elección de los cineastas, puesto que ni Chris Columbus, ni Mike Newell (firmante de H.P. y el cáliz de fuego; n. 1942, autor de Cuatro bodas y un funeral) ni por supuesto David Yates, (n. 1963, proveniente de la televisión y prácticamente debutante en el cine con Harry Potter), director de las cuatro últimas, tuvieron nivel suficiente para el empeño. Aún así, hay muchos elementos destacables, en los que cabría detenerse más de lo que nos permite este espacio, como algunos pasajes inolvidables de las partituras (el tema principal o las melodías de Navidad creadas por John Williams, el excelente trabajo de Alexandre Desplat para la séptima película), la estrategia narrativa del tercer filme, algunos personajes secundarios de pregnancia inmediata interpretados por grandes actores (la profesora Sybil Trelawney a cargo de Emma Thompson, la Luna Lovegood de Evanna Lynch o la Dolores Umbridge de Imelda Staunton) y, por supuesto, magníficas escenas que perdurarán en la memoria: la partida de ajedrez del primer filme; la secuencia en que se cruzan las líneas temporales del tercero; los fuegos artificiales de los Weasley que destrozan el mundo rígido de Umbridge en la quinta película; la melancolía de Hermione, rodeada de pequeños pájaros, ante el alejamiento de Ron en el sexto filme; el momento en que Hermione borra la memoria de los padres para preservar su seguridad en la séptima película; o la muerte de Snape, en la última.

Así pues, no estamos ante un grupo de películas que vaya a pasar globalmente a la historia de la excelencia cinematográfica, pero sí hablamos de una saga que ocupará un lugar importante en la memoria colectiva de varias generaciones. No es quizá una serie de filmes que marque un antes y un después en el devenir de las formas del cine, pero contiene logros estéticos y semánticos de indudable belleza. Personalmente, Harry Potter me ha convencido, al fin, de algo que le discutía hace unos meses a un admirado colega: estamos necesitados de héroes. Hay algo que me conmueve profundamente en la soledad de este niño huérfano que se ve llamado por el destino a liderar la lucha contra el mal, quizá porque ese heroísmo que necesitamos deba provenir, hoy más que nunca, de la gente corriente. Y quizá es este personaje, fíjense por dónde, el que mejor ha logrado reflejar eso en el audiovisual contemporáneo.