Templario

Historia(s)

Este año vimos en Sitges dos películas que nos llevaban a otro tiempo mediante un viaje moral que, a lo mejor, casi no nos correspondía. En la resultona pero irregular Black Death de Christopher Smith se nos hablaba de fe y de laicismo (que se daba la mano con la brujería o con otras maneras de creer) tendiendo paradójicos lazos con las realidades contemporáneas que nos circundan y dan sentido. Se nos hablaba de la fe como si esa palabra significara lo mismo 700 años después. Una cosa que no es justa pero que tampoco está mal. Por otra parte, en la divertida y excelente 13 Assasins de Takashi Miike se nos planteaba una historia bastante parecida a la de la película de Jonathan English: un señor feudal (recordemos que el rey es el señor feudal de los señores feudales) dedica su poder a hacer el mal de manera pérfida, caprichosa y enférmiza hasta que unos caballeros nobles deciden enfrentar sus huestes (escasas y compuestas por mercenarios y locos) contra las nutridas tropas de la Injusticia así con mayúsculas. Aquí la creencia que se convierte en motor de la trama y en centro de la narración sería por lo tanto la justicia, algo que tiene que ver siempre mucho más con los hombres que con los dioses. Esto es, con nuestro tiempo más que con ese pasado imperfecto donde la gente decía y hacía lo que se le decía que tenía que hacer. Miike en su chambara coreografíaba la Injusticia como si Leone hubiera sido, además de parte fundamental del cine, juez sin miedo y con plena potestad. La cinefilia como sublimación del anacronismo.

English intenta ir más lejos que sus dos famosos colegas y plantea en Templario una especie de western distópico y atípico donde la fe y la justicia son dos balas más de las que se disparan desde los torreones del fuerte. Dos cartuchos que atraviesen la piel, rompa el hueso y cabe en los organos. Dos invitados más al festín de hiperrealismo gore y complaciente que supura cierto regusto a lo macabro, lo descriptivo o lo anatómico. English disfruta más rompiendo cabezas que ablandando corazones,  y eso al final acaba agradeciéndose por la forma de (mal)tratar la imposible historia de amor entre  un Purefoy que podría estar esperando a que le contesten del casting y una Kate Mara que parece, directamente, en otra película. Porque el amor también es una cosa anacrónica cuando se intenta desentrañar armamento y tácticas pretéritas al mismo tiempo que aplicamos esquemas narrativos internos que remiten más a una secuela de Crepúsculo que a un filme con cierto regusto histórico.

Porque paradójicamente desde el principio se nos dice que estamos ante una historial real, Juan Sintierra existió y fue un cabronías, el peso de la conciencia del protagonista nos remite a las cruzadas constantemente (tanto que a veces parecemos estar viendo una segunda parte), las armas son así como de verdad, los diálogos tienen un sentido del humor arcaico (o medieval) no sé si de manera buscada o no, el careto atemporal de Jason Flemyng. Todo se va conformando (que no confirmando) en dos horas de mandoblazo y tentetieso, tension sexual mal resuelta y disciplina formal y moral aplaudible: el duelo entre Paul Giamatti y Brian Cox (más protagonista que Purefoy) podría recortarse y pegarse al cine mudo sin ningún problema de entendimiento para gozo de los que creemos en la imagen cinematográfica.

A pesar de esa postura honestamente equivocada (o al revés), English no sale ileso de su ambiciosa e impura forma de acercarse al tipo de cine comercial del que más y mejor se escribe. No es tan listo como Zack Snyder ni tan tonto como Michael Bay. Sabe que sus películas compiten con las de Uwe Boll en IMDB (la invisible Nailling Vienna tiene apenás un 1,8 de media, un injusto 3,5 la interesante Minotaur) y que no era tarea fácil destacar con ruido entre tanto ruido. Así que entre serlo y parecerlo, la mujer del César y su cuñada, nos da sangre líquida, muñones fileteados y carne fresca. Sabe que no es Verhoeven y no intenta disimularlo. Sabe que Juego de tronos es la nueva droga de diseño. Y sabe también que entre los espectadores que quieren resultados y los que esperan intenciones, estamos los que nos gustan los directores que hacen los que le sale de los intestinos, el rabo y el corazón.

Aunque puede ser que también seamos espectadores de otro tiempo por no intentar desentrañar si lo hipermoderno y lo posmoderno es lo mismo o lo contrario. O por creer en la tradición narrativa y su renovación constante incluso frente a su propia tradición.