Es más que probable que el prestigio que atesora Aelita proceda de un equívoco, acrecentado por el hecho de que la película no ha sido accesible durante bastantes años. El film soviético pasa por ser un referente dentro del cine de ciencia-ficción en los países del Este, pero esta circunstancia tan solo es en cierto modo algo admisible, en la medida que no se trata de un exponente inscrito en dicho género. En realidad, la película deviene una extraña mezcolanza de géneros, aunque sus contenidos se escoren en la vertiente de la comedia satírica, mostrando su ajustado metraje la disyuntiva que se plantea en el ingeniero Los (Nikolai Tsereteli), empeñado en descifrar unos códigos recibidos que podrían avalar la existencia de vida en Marte. Unos códigos estos que le llevarán a intentar, dentro de la Rusia posrevolucionaria, el diseño de una nave que llegue a dicho planeta. En la realidad, estas elucubraciones lo único que le favorecen es a abrir su fértil imaginación, imaginando una serie de vivencias en una hipotética Marte habitada por un reino que comanda el padre de Aelita (Yuliya Solntseva). Como si fuera un precursor de Walter Mitty, Los no dejará de imaginar un entorno futurista marciano, en el que la hija del monarca finalmente se valga de la presencia del ingeniero, acompañado por el joven Gusev, para que esta pueda contrarrestar el entorno dictatorial de su padre. Ambos improvisados expedicionarios lograrán hacer realidad los deseos de la joven heredera, pero pronto se darán cuenta que esta en realidad no desea más que perpetuar los peores instintos dictatoriales de su padre, solo que cambiando la persona al frente del poder. En medio de esta singular circunstancia, Los recobrará su sentido de la realidad, haciendo frente a la agresión que había puesto en práctica contra su mujer, a la que creía culpable de infidelidad y que había sido objeto de una agresión en forma de disparo por su parte, comprobando que afortunadamente el hecho no había logrado hacer mella a la misma, y descubriendo finalmente que los motivos de sus celos no estaban justificados.
Como se puede comprobar, la realidad de la existencia de un título de ciencia-ficción, en realidad puede extenderse a unos treinta minutos de los noventa que aproximadamente dura la película. En ellos se ha basado la imaginería que Aelita ha venido manteniendo a lo largo de décadas, y que de alguna manera ha provocado el confusionismo en su valoración. Nadie puede dudar que la película presenta una escenografía cuidada, atractiva, y que bebe de diversas de las tendencias artísticas del momento. Una escenografía esta que se extiende en la caracterización de la imaginería desarrollada en Marte, y que en sus fragmentos finales adquiere una fuerza notable. Sin embargo, y valorando en su conjunto Aelita como un relato tan desequilibrado como atractivo a partes iguales, lo cierto es que en la película hay que valorar y apreciar fundamentalmente esa mezcolanza, no siempre bien dosificada, de alegato satírico. También de mirada hasta cierto punto documental sobre una sociedad urbana como la de Rusia a inicios de los años veinte, en donde el racionamiento se da de la mano con ecos de su carácter revolucionario y el resabio del pasado zarista. Puede ser que esa propia mezcolanza sea, a fin de cuentas, el mayor atractivo de esta extraña comedia, que entremezcla de manera no demasiado afortunada realidad y ficción y que, a mi juicio, alcanza su mayor efectividad precisamente en los caracteres descriptivos que ofrece de una realidad urbana dominada por el racionamiento, la carestía y un concepto de convivencia conocido por todos. En ese contexto, en la cámara documental que se expresa en ocasiones —y que nos permite familiarizarnos con la frialdad de un entorno industrial y masificado—, creo que se encuentra lo más valioso de una película que paradójicamente ha logrado una perdurabilidad por un elemento indudablemente atractivo, pero en líneas generales no demasiado definitorio de su conjunto. Si a ello unimos el alcance satírico de sus propuestas y esa mirada crítica al estraperlo manifestado en el personaje del joven cortejador de la esposa de Los, podremos tener la mirada de un film desequilibrado y al mismo tiempo atractivo en ese propio desequilibrio, que quizá goce de una mítica desmesurada para su verdadera valía, pero que finalmente queda como un testimonio valioso y poco recordado de una realidad quizá no demasiado trasladada en el cine que se mantiene salvaguardado en nuestros días —muchas de las películas de Protazanov, al igual que la de otros tantos cineastas del mudo, se han perdido definitivamente—. Que ello plantee la discutible valía de su catalogación como referente en el cine de ciencia-ficción europea, y que no se la pueda situar en un lugar de especial significación en sus cualidades como producto cinematográfico, no mengua el interés que sus imágenes finalmente plantean. Es algo que encierran sus imágenes tanto en su vertiente cotidiana como en su fabulación ultraplanetaria; una nada solapada reflexión sobre la realidad sociopolítica soviética de aquellos años, reflejando los fantasmas de los totalitarismos aún presentes en aquel país.