El crítico francés André Bazin escribió a propósito del cine de Eric Von Stroheim: «… la realidad se desnuda como un sospechoso confiesa al ser interrogado por un comisario de policía. Stroheim tenía una regla muy simple para dirigir: fija tu mirada en el mundo, mantenla durante bastante tiempo y, al final, te mostrará toda su fealdad y crueldad». Quizá, cuando estaba redactando estas líneas, estaba pensando en Avaricia, la obra maestra del realizador vienés.
Efectivamente, la máxima aspiración de Stroheim fue la de convertirse en el mayor abanderado del realismo cinematográfico. Tenía la intención, según él, de mostrar a los hombres y a las mujeres tal y como existen en cualquier parte del mundo, con sus cualidades y defectos, sus aspiraciones nobles e idealistas, su caracter celoso, vicioso o depravado, su rapacidad. Y para ello no tenía intención de efectuar concesión alguna.
En Avaricia, esta descarnada visión del ser humano, combinada con un genio fílmico ilimitado por lo que se refiere a creación de formas visuales, adquirio tintes explosivos. Todo el film es un culto a lo hiperbólico. Desde la ambivalente actitud de los personajes, bordeando el delirio —la secuencia inicial del film, presentándonos a McTeague en una atroz pelea con un compañero de trabajo a causa de un pajarillo (!)—, hasta la ruda materialidad de los simbolos —la cama de matrimonio preparada como un escenario teatral, con telón incluido—. Exceso que impregna de una caustica perversión a la narrativa tradicional. Basta recordar el inolvidable momento en que el sacerdote ofrece las alianzas de matrimonio a McTeague y Trina, mientras al fondo puede verse una ventana abierta por la que desfila un cortejo funebre con triste solemnidad. Así era Von Stroheim.
© Reseña publicada originalmente en Dirigido por… nº 237, julio-agosto 1996. Reproducido con permiso del autor.