El maquinista de La General

A Buster Keaton le apasionaban los trenes. Seguramente por eso cuando tuvo una locomotora de verdad para él solo consiguió hacer con ella una obra maestra del cine y un prodigio de la comedia sin sonreír ni una sola vez. Además del tren (se usaron tres auténticos para la película) Keaton contaba con un enorme presupuesto para la época y una historia real: el robo de La General durante la Guerra de Secesión americana, una anécdota muy conocida en aquel momento que adaptó convirtiendo a su patoso personaje de enormes ojos y cara de palo en el despistado héroe capaz de enfrentarse solo al ejército de la Unión para recuperar la máquina robada por el enemigo y, de paso, a su chica.

Keaton estaba obsesionado con la verosimilitud y el realismo de sus imágenes. Tanto que intentó utilizar la histórica locomotora rebelde para la película, pero alguien consideró improcedente prestar una reliquia bélica de tal calibre para una frivolidad como el cine. Aún así se las apañó para conseguir una máquina similar, la convirtió en una réplica idéntica y se empeñó en que funcionara con leña. Aprendió a conducir la falsa General tan bien como para detenerla sobre una moneda, a correr por los techos de sus vagones, a alimentarla frenéticamente con más madera y a hacer girar sus oxidados engranajes, provocando innumerables incendios a su paso y sin consentir que nadie le doblara en las escenas de peligro. Los cámaras tenían orden de rodar hasta que él gritara corten, o bien muriera. Y así filmaron una de las escenas más bellas (y arriesgadas) de la historia del cine: esa en la que el maquinista, injustamente rechazado por su amada, no se da cuenta de que el tren arranca con él sentado sobre la biela que podía haberle destrozado no sólo el corazón.

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Sin duda el personaje de Keaton un hombre amable y decidido, de enormes ojos e impasible faz bajo el sombrero, es uno de los pilares de la película, pero ni mucho menos el único. Pese a que trabajaba escribiendo y probando muchos de los gags sobre la marcha, consiguió trascender la simple sucesión de episodios humorísticos común en otras películas de la época, enlazando cada uno con el siguiente hasta conseguir que cada situación derivara en la siguiente en un engranaje fluido y preciso como la maquinaria del tren. Las piezas así ensambladas forman una estructura paralela entre las dos mitades de la película, la ida como perseguidor y la vuelta como perseguido, en una trama frenética que apenas deja pequeños (y deliciosos) respiros que la protagonista femenina aprovecha para pasar la escoba.

El slapstick cobra sentido como impulsor fundamental de la acción. Y la ternura que emana del personaje y su peripecia jamás se vuelve sentimental, si acaso deriva en cierto humor agridulce. Porque, al final, la película habla de alguna cosa seria, como del hombre ajeno a la guerra movido por el amor a su oficio más que por ninguna clase de patriotismo, que persigue a toda costa su felicidad sin darse cuenta de que los suyos se rinden y huyen a toda prisa en dirección contraria y, cuando finalmente es consciente, sin importarle.

Hasta el final de su vida, Buster Keaton tuvo instalado en casa un enorme tendido ferroviario, metros y metros de vías surcadas por ferrocarriles de juguete. Keaton amaba los trenes, pero menos que el cine. Por eso fue capaz de despeñar uno desde un puente en llamas en una escena carísima (se dice que el gag más costoso de la historia: 42.000 dólares de entonces; 1,7 millones de ahora) que sólo podía rodarse una vez. Los restos del ferrocarril estuvieron durante 20 años esparcidos por un río de Oregón hasta que alguien recogió la chatarra para emplearla en la Segunda Guerra Mundial. La película también se descalabró y pasó décadas olvidada, después de no ser bien recibida por aquellos que consideraron que hacer humor con su guerra civil era poco menos que un sacrilegio. Fue el principio del fin de la gloria de Keaton. A finales de los 50 sus obras empezaron a ser restauradas, la Academia le dio un Oscar honorífico y poco después en Europa volvían a proyectarse mientras cahieristas como Rohmer alababan la General como la obra maestra que realmente es, prueba de la profunda belleza que cabe en el humor de un tipo de semblante desolado que tan solo sonrió una vez en la pantalla. Y fue para demostrar que no funcionaba.