Página en blanco
Como sucede con la memoria histórica articulada desde el poder, entre los usos bastardos de la historiografía del cine se encuentra el sometimiento a claves emocionales que reaniman obras muertas, necesitadas de una percepción retrógrada del presente para su vigencia. Tales imposturas florecen a medida que aumenta la distancia entre nuestro contexto y el del original del que se alimentan, cuando quedamos a expensas del historiador para salvar el abismo cultural entre ambos periodos. Ello explica la mayor controversia en torno a los achaques políticos de Jean-Luc Godard que a las carencias discursivas de ciertos trabajos anteriores a la II Guerra Mundial, un mundo tan distinto al actual que visiones obsoletas de Eric Von Stroheim (Avaricia / Greed, 1924) o F.W. Murnau (El último / Der letzte Mann, 1924) se pasean por las cotas más altas de la cinefilia, beneficiadas por inferencias críticas acervadas a modo de intertítulos adicionales.
Aun procedente de dicho mundo, Kurutta ippeiji no precisaba de más amparo que el ya imposible del celuloide en que se filmó —se dice haber perdido al menos un tercio—; no obstante, también ha sido objeto de una fascinación historiográfica que la ha encuadrado en el oxímoron de la vanguardia permanente, hacia donde se han encaminado numerosas interpretaciones. Su pretendida adscripción simultánea al surrealismo, al montaje soviético, al expresionismo y a la corriente literaria Shinkankaku habría hecho de Kinugasa el Orson Welles de la época, mérito acaso negado por la pérdida del material hasta su hallazgo por el propio realizador en los años 70. Por si fuera poco, al menos este remontaje subraya un enfoque subjetivo que la hermanaría con La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928) de Jean Epstein, acentuado por pasajes apenas inteligibles que resisten incólumes en tiempos de Inland Empire (David Lynch, 2006). Semejante pedigrí avant-garde invita a ignorar el hecho de que la película fuera cofinanciada por la major Shochiku en su momento o que, en contra de la que afirman algunas fuentes, la ausencia de rótulos obedeciera al propósito de ser proyectada con narrador (benshi) como era costumbre.
Este último dato debería convencernos para desarmarse de criterios prestados y mirar a la obra frente a frente como espectadores, abstrayéndonos de sus cualidades museísticas. A pesar de las apariencias, ya desde su argumento —un celador que lucha por recuperar a su mujer, encerrada en el manicomio donde trabaja— percibimos un fime a contracorriente de la nación moderna, aquella que en los años 20 alumbró la clase media y el modelo de salary man en Japón, ambos desterrados desde el mismo guión de Yasunari Kawabata. Mediante técnicas basadas en la subjetivización del espacio a través del encuadre, el ritmo y la repetición de los planos (aludiríamos a La madre (Mat, 1926) de Vsevolod Pudovkin de no haberse estrenado ese mismo año) o la intersección de varios niveles de realidad, la película se alinea con Sucker Punch (Zack Snyder, 2011) en la búsqueda de una representación responsable de la locura, necesariamente opuesta a enunciados artísticos al servicio de las ideologías colectivistas en boga, las de entonces y las de hoy.
El valor añadido de Kurutta ippeiji radica en que, a falta de un sustrato posmoderno al que aferrarse, unge a sus criaturas de una dimensión espiritual atávica que actúa de cortafuegos ante el inhóspito Nuevo Mundo, simbolizada por.las máscaras de Noh que portan en el clímax. Evocando raíces ancestrales, la obra entonaba un clamor por los seres humanos a la zaga del progreso, y reclamaba para ellos una página en blanco de la Historia al margen de las grandes transformaciones socioeconómicas. Avanzadas éstas, las páginas de locura en nuestros días se reescriben sobre las ya existentes en los cenotafios de la memoria, y todos, absolutamente todos, estamos incluidos.