Las tres luces

La Muerte atormentada

«Todas las pasiones terminan en tragedia, todo aquello que es limitado termina muriendo, toda poesía tiene algo de trágico»
Friederich Von Hardenberg (Novalis)

El sino trágico y la fatalidad injusta vertebran la profusa trayectoria de Fritz Lang. Sabemos que ya su irrecuperable primer filme como director, Halbblut (1919), hablaba de dos hombres enamorados de una prostituta que, finalmente, sería asesinada por un tercero, recayendo la culpa sobre los pretendientes. Esto último nos lleva a otra de las grandes obsesiones languianas, la del falso culpable, que regresa en Las tres luces de forma tangencial e inesperada: quizás nos encontremos frente a la más amplia galería de inocentes atropellados por el Destino en la filmografía del director; acaso la Muerte taciturna, meditabunda y grave interpretada por un hierático Walter Janssen sería la misma que segara arbitrariamente las vidas de Siegfried en Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1923/1924); de Haghi, Masimoto y Jellsic en Spione (1927) o —de nuevo— de Lil Dagover en la turbia Hara-Kiri (1919).

Dos tradiciones concretas confluyen para animar las imágenes bellas y misteriosas, fraguadas en el puro asombro, de Las tres luces: por un lado, las Danzas Macabras, manifestaciones literario-pictóricas  propias de los siglos XIII y XIV, protagonizadas por la Parca, que dialoga y baila con personajes representativos de los distintos estamentos sociales para presidir, finalmente, una cohorte que avanza hacia la otra vida; las Upper Quatrain serían las variantes alemanas del género, hoy decisivas para su estudio y comprensión. Como por otra parte ocurre en todas las películas mudas de Lang, el influjo del romanticismo alemán cabalga en el espíritu de una obra enriquecida por el lirismo trémulo y afligido de Goethe y Novalis. Al igual que el desdichado protagonista de Las cuitas del joven Werther (Die Leiden des jungen Werthers, Johann Wolfgang von Goethe, 1774), el personaje interpretado por Lil Dagover siente que su amor debe perdurar más allá del tiempo; sin embargo, a la muerte de su amante deberá confrontar la irrevocable finitud de todo lo humano; y como que en los muy místicos Himnos a la noche (Hymnen an die Nacht, Novalis, 1800), el cineasta vienés hace de la nocturnidad un espacio onírico a través del que se penetra al reino de la Muerte —y, en consecuencia, de lo Eterno—, donde la protagonista, tras sus infructuosas intentonas de vencer al Tiempo, volverá a reunirse con su amado por medio de un abrazo eterno y final.

En una de las secuencias más impactantes del filme, la joven protagonista rodea la infranqueable muralla que protege las propiedades de un enigmático forastero junto al cementerio, para descubrir horrorizada un cortijo fantasmal que atraviesa aquellos muros sin puertas; entre ellos se halla su joven amante, desaparecido días atrás. De pronto, una larga escalera toma forma y la conduce ante la presencia de la misma Muerte. Conmovido por la sed de infinitud que el deseo ha generado en el corazón de la muchacha, la Muerte le ofrece la oportunidad de recuperar a su amado si es capaz de salvar al menos una de tres vidas cuyo final está próximo. Sumida por su maestro de ceremonias en una profunda hipnosis, se convertirá en la protagonista de tres episodios infaustos emplazados en Bagdad, Venecia y Pekín. Así, Lang encuentra la perfecta salida a su pasión por las localizaciones exóticas, elaborando una serie de decorados majestuosos —aunque en absoluto barroquizantes— en los que se insertan los irrevocables infortunios de los hombres, devorados por el paisaje, ascendiendo y descendiendo a lo largo de los escalones que los conducen al encuentro con su fatal destino. El relato árabe da rienda suelta al placer del enredo y la aventura; el episodio central, más elaborado argumentalmente, presenta una doble conspiración  que concluye en una tragedia de proporciones griegas; en la última historia, el espíritu mágico de la fábula se despliega a través de una serie de deliciosas metamorfosis. No podemos entender la ensoñación de Lil Dagover sino como sueño cinematográfico: una transmigración espiritual que recorre las distintas obsesiones y vertientes del cine de su director; una recapitulación de espejismos narrativos, atravesados por un sentido trágico común.

Pese al posludio luminoso que el director regala a la joven pareja, no existen respuestas balsámicas a la hora de enfrentar el dolor de la pérdida de la vida propia o ajena. Las conclusiones no distan mucho de lo que Simone de Beauvoir escribiera, décadas después, en Una muerte muy dulce (Une Mort trés Douce, 1964): «Es inútil pretender integrar la muerte en la vida y conducirse de modo racional frente a lo que no lo es: que cada uno se las arregle a su manera en la confusión de sentimientos. Comprendo todas las últimas voluntades, como también que no exista ninguna; que se estreche contra sí unos huesos o que se abandone en una fosa común el cuerpo del ser querido»