Retorno al hogar

No es la primera ocasión en la que he manifestado mi apuesta por la necesaria revalorización de la figura del alemán Joe May. No voy a insistir en unos argumentos que ya he expuesto en ocasiones, pero la realidad pura y dura es que títulos como Asfalto (Asphalt, 1929), -previsiblemente- La tumba india (Das indische grabmal zweiter teilDer Tiger Von Schnapur, 1921), Siete torres (The House of the Seven Gables) o incluso El hombre invisible vuelve (The Invisible Man Returns), ambas rodadas en 1940, revelan –insertos en su periodo alemán los dos primeros y en su obra americana los restantes- a un cineasta dotado de gran talento y, sobre todo, especialmente capacitado para plasmar en la pantalla conflictos pasionales. La circunstancia de encontrarnos ante una filmografía de la que se desconocen muchos de sus títulos –de los cuales con bastante probabilidad varios de su periodo mudo se habrán perdido-, ha facilitado el hecho de que su nombre se encuentre por completo oscurecido, sin que hasta la fecha nadie se haya planteado la reflexión sobre el alcance de su obra.

Una reflexión que, a mi modo de ver, tendría en Retorno al hogar (Heimkehr, 1928) un aliado de primera fila. Y es que, rodada inmediatamente antes del mencionado Asphalt, nos encontramos con una película admirable, a la que el hecho de poder acceder a la misma solo a través de una copia en bastante mal estado –y en la que además se presume la ausencia de parte de su metraje-, no invalida su copioso caudal de sugerencias cinematográficas, integradas además en el contexto de una propuesta argumental valiente y atrevida a la hora de integrar en el relato su triángulo amoroso, y en el que conceptos como la amistad, la lealtad y la comprensión se intercalan de manera admirable. Queda claro que Joe May estaba imbuido de ese contexto de inspiración que dominaba el cine mundial en ese periodo tan esencial para su consolidación y perfeccionamiento de su propio lenguaje fílmico.

Richard (Lars Hanson) y Karl (Gustav Fröhlich) son dos prisioneros de guerra alemanes que se encuentran absolutamente aislados en una mina de Liberia, sobrellevando unas condiciones de vida infrahumanas. Solo la amistad que ambos han desarrollado, en la que incluso manifiestan un notable sentido del humor, les ha permitido sobrevivir durante más de dos años, conociendo mutuamente todos y cada uno de los pormenores que rodean la vida exterior que han conformados sus vidas hasta la vivencia de esta triste situación. Un día, hartos de esta situación infernal, los dos amigos deciden escapar, trasladándose por terrenos agrestes e inhóspitos. Será una huída que sobrellevarán en condiciones cada vez más adversas que se cebarán de manera especial en Richard, al que llegarán a abandonar las fuerzas. Karl intentará ayudarle buscando agua para socorrerle, pero en los momentos en los que desarrolla esta búsqueda –que finalmente satisfará su propia sed-, los guardias rusos capturarán a Richard sin que su amigo pueda hacer nada por liberarlo. Pese a esa contrariedad, la perseverancia del joven le permitirá trasladarse hasta Alemania, en concreto a la ciudad de Hamburgo, donde visitará a la esposa de su íntimo amigo –Anna (una muy sensual Dita Parlo)-. Desde su primer contacto con esta, la calidez que encuentra en el hogar de su amigo, la amabilidad con que esta le recibe, la lógica atracción sexual que ambos se transmiten casi forzará a que entre ellos se establezca una auténtica pasión, delimitada dentro de la dura cotidianeidad de una ciudad que ha vivido de forma pasiva el trauma de la guerra a través de esos soldados que se han ausentado de la misma. Lo que entre ambos de forma paulatina se establecerá como una relación normalizada, se interrumpirá con el inesperado regreso de Richard, que hasta entonces ha estado trabajando duramente en la mina. Pese al cariño que le demuestran tanto su esposa como su gran amigo, este pronto advertirá que la situación ha cambiado, y que en ese contexto ya no hay espacio para el amor con su mujer. El desengaño le llegará a incitar a la venganza, y a punto estará de matar a Karl, pero muy pronto la cordura llegará a su alma, asumiendo la imposibilidad de retroceder en el curso de los acontecimientos, decidiendo abandonar el que en el pasado fuera su hogar, para dejar que la relación establecida entre los dos jóvenes se consolide. Decidido a enrolarse en la tripulación de un barco, Karl intentará disuadirle de tal decisión, decidido a renunciar a la relación con su mujer, pero en el hasta entonces esposo imperará el reconocimiento a una nueva situación. En ella estará dispuesto a ejercer como el vértice que simbolice el sacrificio, demostrándolo además a la mujer a la que sigue amando, y al íntimo amigo con el que convivió durante tanto tiempo.

Heimkehr es puro cine. Desde sus primeros fotogramas advertiremos la intensidad visual que logra marcar May por medio de la fuerza de los primeros planos de los dos vértices masculinos de este insólito triángulo. La fisicidad que muestran las prestaciones de Gustav Fröhlich –el joven Frederer de Metropolis (1927, Fritz Lang)- y Lars Hanson, se integran a la perfección en esas primeras imágenes que describen el aislamiento y la sordidez en que se desarrolla la cotidianeidad de los dos soldados alemanes. Un contexto revestido de enorme dureza, en el que las miradas y comentarios de sus personajes denotan el intenso conocimiento que tienen del que las circunstancias han convertido en su mejor amigo. Una faceta en la que no se ausentará cierto sentido del humor –revestido de un matiz premonitorio- cuando el joven Karl manifiesta a su compañero que conoce más a la mujer de este que él mismo, en base a las continuas evocaciones que Richard le ha manifestado. Será el primer paso de la dramática odisea que vivirán los dos vértices masculinos del triángulo del relato, dentro de una película que no sobrepasa la hora de duración, y en la que desde el primer momento quedará patente la absoluta modernidad de su escritura visual. Será algo que manifestará la originalísima manera de introducir los rótulos –insertados por lo general dentro de los propios fotogramas, y eliminando con ello las inserciones al margen de las propias secuencias-, en la inventiva con la que se incorporan situaciones paralelas, la utilización de las sobreimpresiones –esos insertos de los pasos de los dos huidos-, la intensidad que se manifiesta en la plasmación fílmica de esa huída –que no desmerece de las secuencias finales de la admirable Avaricia (Greed, 1924. Erich Von Stroheim)-, la manera con la que se funde la acción para resumir el triunfo de la calamitosa huída de Karl, la impresión que le manifiesta el retorno a la ciudad de Hamburgo –la visión desde el tren del reencuentro con el bullicio urbano es realmente conmovedora-, sus primeros pasos por una cotidianeidad en la que se detecta ese trauma de la guerra… A partir de su inmersión en dicho contexto, Heimkehr se integra dentro de la estructura del drama pasional, faceta en la que May lograría otro triunfo arrollador con la posterior y ya mencionada Asfalto –con la que comparte protagonismo en la figura del estupendo y nunca valorado Fröhlich-. Será un terreno en el que el realizador se encuentra a sus anchas, no olvidando intercalar en medio del establecimiento del romance entre Karl y Anna, unas imágenes casi infernales de la vivencia paralela de Richard, mientras se encuentra trabajando de manera casi inhumana en las minas.

Más allá del auténtico catálogo de sugerencias y matices cinematográficos que el film de May despliega a lo largo de todo su metraje –una faceta en la que se sitúa a la altura de cualquier cineasta alemán del momento-, lo más valioso y perdurable de su conjunto, reside en la franqueza y convicción con la que muestra una insólita relación a tres bandas. Un insólito contexto en la que la fuerza de la amistad y la importancia que en ellas reviste la variación de circunstancias y entornos, en muchas ocasiones revela la imposibilidad de luchar contra el deseo, y lo dolorosas que las circunstancias plantean la búsqueda de la felicidad. Ese dolor lacerante que en algunos momentos nos puede invitar a la tragedia –el deseo primario de Richard de matar a su hasta entonces íntimo amigo Karl-, pero que desde la reflexión nos trasladará a la aceptación de lo inevitable, vislumbrando en ello esa capacidad del ser humano para discernir por encima del instinto primitivo y, en definitiva, mostrando esa compleja dualidad del individuo, que los grandes cineastas de las postrimerías del cine mudo –Vidor, Strohëim, Murnau, Lang…- supieron plasmar en el contexto de una modernidad y estilización formal sin parangón hasta entonces en la cinematografía mundial –un contexto, por otra parte, pocas veces igualado en el posterior devenir del séptimo arte-, y que también tuvo en Joe May un aliado de excepción.

Dolorosa, sincera, intensa, inventiva, deslumbrante en sus aspectos formales, íntima en la plasmación de sentimientos a los que el paso del tiempo no ha menguado en su vigencia, apelando al profundo conocimiento de las contradicciones inherentes al comportamiento humano, Heimkehr es una muestra clara de la necesidad en el revisionismo de la figura de su artífice ¿Para cuando una mirada más o menos completa a la aportación de Joe May?

Texto originalmente publicado en http://thecinema.blogia.com/