Individualismo y comunitarismo
Y el mundo marcha es uno de los más valiosos melodramas sociales sobre ese tipo de personaje tan característico del cine estadounidense que ha venido en llamarse hombre de la calle. Ya un año antes Josef von Sternberg filmaría también La ley del hampa (Underworld), una de las primeras obras maestras del cine negro que poblaría las pantallas norteamericanas con las deprimidas calles de sus grandes urbes durante la década posterior, y tres años después tendría lugar la publicación de esa magna obra filosófica que es La rebelión de las masas de Ortega y Gasset.
Todo esto no es en absoluto casual. La película de Vidor participa de lleno del efervescente clima social que imperaba en la sociedad norteamericana de finales de la década de los veinte y, en buena medida, vino a anticipar todo el gran cine social norteamericano de la década de los treinta, posterior a la terrible crisis que asolaría el país tras el crack del 29, desde planteamientos análogos a los que plasmaría magistralmente Ortega en torno a lo que denominó como sujeto-masa.
La película narra la vida de John Sims, una especie de John Doe que, al contrario que en la famosa película de Capra, termina sobreviviendo como un Mr. Doe más en el seno de la masa urbana de entreguerras. Este norteamericano medio, al que el propio Vidor calificó en su autobiografía con el ilustrativo apodo de «señor Cualquiera», nació simbólicamente «un glorioso 4 de julio (de 1900)» en un pueblo perdido de la Norteamérica profunda y, por lo tanto, predestinado a convertirse en un gran hombre para su país. Sin embargo, finalmente no será así y pasará a engrosar la gran masa de ciudadanos anónimos que pueblan la urbe norteamericana por excelencia: Nueva York.
Sobre este argumento, Vidor filma una hermosa, delicada y elegantísima película que reflexiona con agudeza sobre las relaciones entre el americano medio y la sociedad de entreguerras. Ya desde el comienzo del filme lo deja claro: una muchedumbre entra y sale del rascacielos de oficinas donde trabaja el protagonista, y en un movimiento ascendente de cámara se va mostrando un espacio dividido por decenas de ventanas dando la idea de las grandes dimensiones del edificio, hasta que se detiene en un piso y se acerca a una de ellas donde se puede distinguir a una multitud de escritorios y empleados. La cámara penetra y se detiene frente a uno de ellos, el protagonista, mostrándonos su monótona tarea. La sociedad aparece ya como masa, como lugar de la despersonalización, la medianía y la indiferencia personal, y no como el lugar idílico para el desarrollo individual, que es como lo siente inicialmente el protagonista.
La dialéctica entre individualismo y comunitarismo, que penetra todo el metraje desde principio a fin, se resuelve de manera aparentemente tranquilizadora, aunque no exenta de escepticismo, amargura y cierta dosis de crueldad: al individuo medio no le queda otra salida que su anónima confusión en la masa con sus semejantes. El optimismo antropológico liberal del american way of life no es más que una fábula sedante para el sujeto que habita las grandes ciudades norteamericanas del siglo XX, donde éste se limita a ser un simple elemento de la fría y deshumanizadora ingeniería social sobre la que se sustenta el sistema capitalista.
En este planteamiento tienen un enorme peso dos de las instituciones sociales fundamentales: el matrimonio y la familia. Vidor muestra con tal verismo y con tal poder de convicción la vida conyugal de la pareja protagonista que la película resulta ser un rico y finísimo análisis al respecto. La habilidad que muestra el director para transitar desde el detallismo escrupuloso hasta la proclama generalista le permite dibujar magistralmente un sutil retrato existencial de la clase media-baja burguesa estadounidense de su tiempo.
Por lo demás, el filme reúne prácticamente todos los registros narrativos y estéticos del cine silente bajo el empaque genérico del melodrama: desde el expresionismo al kammerspiel, desde la comedia bufa de situación al áspero drama familiar, desde los grandes planos generales de Manhattan al plano-detalle de una cafetera echando humo en una modesta cocina.
En este espléndido filme, King Vidor se reveló como un gran director de actores y como un gran técnico (recuérdese, por ejemplo, el portentoso plano antes citado, que inspiraría tres décadas después a Billy Wilder en la recreación de la oficina del protagonista de El apartamento / The Apartment, 1961); en suma, como uno de los maestros del cine clásico norteamericano.