La saga crepúsculo: Amanecer – Parte 1

Salir de cuentos

Si hace unas semanas Diego Salgado cuestionaba el público objetivo de los hermanos Dardenne a propósito de El niño de la bicicleta, ahora uno se plantea el sentido de elaborar un discurso crítico al respecto de la última adaptación cinematográfica de la saga Crepúsculo; sin duda la creación de Stephenie Meyer dará lugar a espectáculos más propios que, por ejemplo, el de Roger Ebert reclamando una mayor explicitud en “el desvirgamiento más ansiosamente esperado del cine reciente.” Por riguroso que vendamos el baremo empleado para evaluar la película —allá por la primera entrega proliferaban desnortados elogios al trabajo de Elliot Davis en la fotografía—, se evidencia insignificante ante la complejidad del vórtice sociológico originado en una generación de adolescentes de miras imperturbables. No cabe otra explicación al hecho de que el triángulo amoroso que forman Bella y sus pretendientes, el vampiro Edward y el licántropo Jacob, haya trascendido las decepcionantes realizaciones de Catherine Hardwicke,  Chris Weitz y David Slade, a la sazón teóricos depositarios de sensibilidades cercanas a los fans de la saga.

Quizá por no pertenecer esta esfera de afinidades, con Bill Condon nos llega un primer y tardío intento de explotar el potencial del relato en el medio audiovisual. Pese a que solo a él podría aplicársele la devaluada etiqueta de “artesano” —ninguno de los anteriores acredita una trayectoria tan solvente en taquilla y recepción crítica—, la personal visión consecuencialista que atesoran sus trabajos más laureados encaja oportunamente en el tramo en que toma las riendas. Si bien su interés por personajes que se abren camino desde los márgenes de la sociedad se adscribe a imaginarios políticamente correctos, tampoco elude el precio moral y emocional que deben pagar por la elección de romper los límites de la minoría a la que pertenecen, como se trasluce en sus exitosas Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998) y Dreamgirls (íd., 2006) entre otras.

Tal es la situación de la pareja protagonista de Amanecer – Parte 1, en vísperas de un matrimonio inter(…) del que ni las leyendas registran apenas precedentes. Sin ánimo rupturista, Condon recupera el tono de la folletinesca Eclipse en un comienzo moroso, donde las dudas que espoleaban el drama romántico terminan por sucumbir a la placidez de los sueños hechos realidad. Inexorablemente, el deseo materializado parece anunciar el fin del ideal y la descomposición del cuento de hadas al que sostiene; la tensión da paso entonces a una incertidumbre ajena a las convenciones del género, brindando una nueva oportunidad al director para acompañar a criaturas marginales en su travesía, lejos esta vez de las copas de los árboles. Por otro lado, las rocambolescas derivaciones de la vida sexual entre ambos (llamarlo embarazo no da ni una idea aproximada) abonan el terreno al verdadero cine fantástico, aquel que nos descubre la cara oculta de la realidad cuando ésta se estremece desde sus raíces. Semejante cuadro lo propicia una decisión de Bella que amenaza con provocar otro vertido en el proceloso ideario feminista post-Sarah Palin, continuando así anteriores aportaciones de la serie en la misma línea que sin duda merecerían un estudio aparte.

Sin embargo, aunque se atisban dichas posibilidades por la pérdida de peso de las secuencias de acción y el cambio de concepto en el desarrollo de la trama —de character driven a una tormenta perfecta sin más arbitrio que un metódico montaje—, la película no despega hasta la escalada final hacia el cliffhanger, obligado por la división en dos entregas de la adaptación de este último volumen. En parte puede explicarse por la aberrante sumisión al original literario que preside las traslaciones de sagas a la gran pantalla desde El señor de los Anillos, pero volvemos a señalar los poderosos condicionantes extracinematográficos que aletean sobre los filmes de Crepúsculo en concreto.

Si ni siquiera el director más dúctil encuentra su espacio, se debe a que éste ha sido ocupado por nociones inamovibles y cristalizadas en las asépticas figuras de Kristen Stewart y Robert Pattinson. La pareja deviene su propio destino esculpido en una fantasía marmórea, más próximo a una Verdad revelada que a los artefactos de los que la ficción dispone para reinterpretar el reino de lo sensible: la que enarbolan miles de lectoras de fanfics —epítome de la compradora media de las novelas—, guardianas de un oasis afectivo aún por cartografiar no solo en la cruel realidad, sino también en un folklore inhumano que no explica qué encanto ve el Príncipe en Cenicienta.

Y su defensa tiene un coste. La escena donde humanos, vampiros y hombres-lobo celebran en armonía las nupcias de Edward y Bella constituye una muestra más de perspectiva faraónica en la estela de Harry Potter, según la cual el relato es una extensión del (alter) ego que anticipa recompensas y honores por el hecho cartesiano de existir. Así se recibe con agradecimiento el abrupto corte final, antes de que el universo colapse sobre las mismas reglas que mantienen suspendida la ficción más allá del alcance de los mortales. Acontezca al terminar las novelas, tras el visionado de Amanecer – Parte 2 o al cerrar sesión en LiveJournal, su desplome acarreará más de una determinación sobre la propia vida como la de Bella en esta, aun solo por unos instantes, fantástica entrega de Crepúsculo.