Asesinos de élite

Matones S.A.

Hace ya una década del nacimiento de un nuevo género: el cine stathamista. Sus caracaterísticas son bien reconocibles: historias imprescindiblemente protagonizadas por Jason Statham en las que nuestro héroe repartirá mucha estopa, conducirá hábil y molonamente en situaciones de gran peligro, rockeará el mundo de los malos con sus tajantes vaciladas y disfrutará de las atenciones sexuales de jugosas gachís (no sea que alguien comience con las gaitas del homo erotismo y tal). El stathamismo se presenta en dos formatos: el puro exploit y el gourmet, que se confunden sin remedio. Al primero se adscriben Death Race (Paul W. S. Anderson, 2008) las sagas Transporter y Crank, simples y disfrutables catálogos de stathamismo ilustrado, mientras que al segundo pertenecen cosas como The Bank Job (Roger Donaldson, 2008), The Mechanic (Simon West, 2011)o Blitz (Elliott Lester, 2011), propuestas que quieren ofrecer tramas algo más desarrolladas pero igualmente afines al estilo e inquietudes del amigo Stats (ves, Ibra, como la filosofía puede molar).

Asesinos de élite se sitúa en la segunda vertiente, que está resultando ser la menos satisfactoria en la carrera del príncipe de las galletas (tras destronar a Beukelaer). Sin ser malas películas no alcanzan la redondez del stathamismo puro, sin excusas. No desesperemos, nos hallamos cerca de que la doctrina encuentre el vehículo adecuado para difundir sus bondades entre los más escépticos. Probablemente ocurra con la inminente adaptación por parte de Taylor Hackford de las novelas de Richard Stark. Puede que, con permiso de Lee Marvin y Robert Duvall, el pelao de Londres haya nacido para interpretar al Parker definitivo, siempre que sepa moderar su estilo.

Asesinos de élite —nada que ver con el film de Sam Peckinpah con el que comparte título original— es la tópica historia de un profesional del asesinato que se ve forzado a volver a sus labores cuando la vida de los suyos se ve amenazada. Así de sencillo, así de eficaz. A partir de ahí —y afortunadamente sin que el buscado repertorio de plomo y tortas se resienta— carnaza para los lascivos masajistas del intelecto: que si los paralelismos cíclicos de la Historia, que si la soledad del killer, que si los giros sorprendentes, que si la moralidad de los poderes fácticos… Bonito pero intrascendente envoltorio, a la par que fallido. Si ubicas la trama en la década de los 80, sólo porque la historia supuestamente real que adaptas transcurre en ese período, intenta por lo menos que la ambientación sea creíble. El conjunto acaba funcionando, eso sí, como entretenido relato de espionaje y acción, destacando en este último aspecto los enfrentamientos entre dos bestias pardas como son Statham y Clive Owen.

Para que la contundencia del protagonista no golpee sobre blando, no puedes enfrentarlo a cualquier moña, has de rodearlo de un repertorio de tough guys tan amenazantes como Adewale Akinnuoye-Agbaje, Ben Mendelsohn o Dominic Purcell, a los que se suman un fiestero Robert De Niro (no, no es el que era pero sigue siendo un buen actor) y un Owen tan chungo como debe serlo un buen SAS.  Porque los SAS son, supuestamente, la auténtica élite de los galleteros internacionales. No es de extrañar que en la agenda de Stats haya diversos proyectos en los que interpretará a un agente o ex-agente (que mola más) de los Special Air Service de Su Majestad.