La obra de un realizador como Ti West tiene la virtud de ganarse con inmediata facilidad las simpatías del aficionado. La epatante humildad de sus películas, subrayada por lo ajustado de los presupuestos que maneja, hacen que tildarlo de autor suene demasiado pomposo y afectado, al margen de que escriba la mayoría de sus películas y de que el espectador atento pueda rastrear evidentes rasgos comunes en todas ellas: un singular aprovechamiento del espacio, una modulación demasiado respetuosa y delicada para ser postmoderna de la nostalgia, o, sobre todo, una debilidad muy concreta por cierto tipo de personajes, en su mayoría femeninos, marcados por su mala estrella. En el pasado se dieron casos similares con directores como William Castle, Bert I. Gordon o incluso Roger Corman, siempre forzados a cargar con el sambenito, entre cariñoso y displicente, de artesanos. Todos ellos comparten con West un amor medular con los arquetipos del fantástico, aunque su austeridad en la puesta en escena y su ausencia de pretensiones no les lleve en ningún momento a hacer ascos a un golpe de efecto necesario en el momento oportuno. Tal vez este sea el rasgo que más separe a West de aquel (¿deseable?) reconocimiento autoral definitivo: conoce demasiado bien, y estima sobremanera, los gustos y necesidades de su público objetivo… lo que nos puede llevar a pensar que quizá el futuro del fantástico dependa más de tipos como West, Collet-Serra o Eli Roth, que de los grandes autores, tan dados a hinchar su ego enfatizando su sello personal a la mínima de cambio.
A simple vista, The House of the Devil tiene el aspecto de un telefilm de terror, escasamente original y de factura limitada, por no decir francamente pobre. La historia es simple a más no poder: una jovencita tiene que pasar una noche en la casa de un extraño matrimonio maduro. Nada más llegar y para su sorpresa, la inquietante pareja se disculpará y confesará que no tiene que cuidar de ningún niño, sino de una mujer mayor. La chica, reacia en un primer momento, aceptará tras la pertinente compensación económica. Nada que no hayamos visto mejor en cualquier producción de los setenta y ochenta; es obvio que se avecina una noche de pesadilla, con los consabidos trucos de feria, algún brinco de postproducción y un final impactante y supuestamente inesperado. Sin embargo, West se guarda varias cartas en la manga para retener el interés del espectador. La primera es la presencia de Mary Woronov, antigua chica Warhol y estrella de películas de culto como Sugar Cookies (Theodore Gershuny, 1973) o ¿Y si nos comemos a Raúl? (Eating Raoul. Paul Bartel, 1982). West le regala a la actriz un papel que es un caramelo y que conecta directamente con ese pasado enterrado que al director tanto le interesa airear, literal o metafóricamente. La segunda es el extremo mimo en la caracterización del personaje protagonista, encarnado por una solvente Jocelin Donahue. Ya hablaremos sobre este punto más adelante. Y finalmente, claro, está la utilización del entorno de la casa, con sus escaleras y rincones, que será clave durante todo el último tercio de la película. A West no le hace falta recurrir al subrayado para producir una molesta sensación de desasosiego. Más cerca del primer Mario Bava (pienso, por ejemplo, en algunas historias de Las tres caras del miedo —I tre volti della paura, 1963—, o también en La muchacha que sabía demasiado —La ragazza che sapeva troppo, 1963—) que del, por otra parte tan disfrutable, efectismo multirreferencial de Rob Zombie o Sam Raimi, West filma con precisión, con una sequedad admirable, y consigue inquietarnos de una forma directa, sencilla y natural, dándonos a entender que para él el horror tiene más que ver con lo cotidiano que con lo sobrenatural, y que en cierta manera le dan más miedo los vivos que los muertos. Se nota, además, que West comprende a la perfección el material que maneja, sin que los imperativos de la narración (los giros de rigor y poco más) empañen el sentido lúdico que emana, de principio a fin, su propuesta, que ni siquiera tiene la necesidad de recurrir a los golpes de humor como contrapunto irónico.
Y acabamos hablando de la que es, para este crítico, la mejor aportación del cine de West: sus personajes femeninos. Chicas desamparadas, supervivientes de la desidia general de una vida serie Z, que por unas circunstancias muy determinadas se ven abocadas a desempeñar el papel de heroínas en historietas de serie B que, en el fondo, son harto preferibles a la grisura en la que están inmersas. West las retrata con simpatía, incluso cierta ternura —nada que ver con la concepción de los jóvenes como picadillo del slasher tradicional—, para luego devolvernos a la realidad concluyendo que su redención es imposible, ya que el Mal triunfa siempre. Desde esta perspectiva, esta House of the Devil o la inminente The Inkeepers (2011) son cine social en estado puro: el triste futuro de white trash girls como las que encarnan Donahue o Sara Paxton nunca había sido descrito con tanta clarividencia y puñetería.