Un dios salvaje

¡Chiquilladas!

Los apartamentos son en la filmografía de Roman Polanski inquietantes escenarios idóneos para ilustrar esas angustiosas pesadillas que caracterizan  sus películas más notables. Una suerte de trilogía parece imponerse en su obra, escenificada en los inmuebles de sus protagonistas, compuesta por Repulsión (Repulsion, 1965), La semilla del diablo (Rosemary´s baby, 1968) y El quimérico inquilino (Le locataire, 1976); precisamente tres de la piedras angulares de la trayectoria del polaco trotamundos.  Más de treinta años después de, partiendo de la novela homónima de Roland Topor, registrar uno de sus más excelsos trabajos, combinando las máscaras de director e intérprete, centrado en  la desasosegante singladura del frágil y desequilibrado Trelkowsky, regresa a un apartamento, adaptando una vez más una pieza previa.  Dudo que a estas alturas, Polanski se haya planteado reabrir el ciclo con un nuevo capítulo, que si bien está muy lejos de las virtudes de sus grandes trabajos, no desmerecería en demasía. Por supuesto, Un Dios salvaje (Carnage, 2011) no se corresponde ni temática ni conceptualmente con las tres películas previas, por lo que su inclusión en este conjunto no deja de ser en el fondo aleatorio, a pesar de desasosegante claustrofobia.  Empero, resulta significativo que su siguiente realización tras su lamentable reclusión en Suiza retome una reconocible constante de su cine, si bien dejando de lado parte del tono genérico de aquéllas, tejiendo  una cinta que con una tremenda carga de sarcasmo pone en tela de juicio la falsa moralidad de la clase media alta, que en buena parte fue la que aplaudió el vergonzoso arresto. Así, si hablamos del discreto encanto de la burguesía, de inmediato deberíamos detenernos en otro de sus grandes títulos, Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), que con su manejo de una situación claramente beckettiana, a día de hoy podría llegar a ser interpretado como un magistral esbozo de arte y ensayo de esta nueva pieza, basada en la obra de teatro de Yasmina Reza.

Con ferocidad, Polanski arremete contra la falsa moral de clase, con desaforada saña hacia el irrisorio perroflautismo que tan de moda está en la sociedad contemporánea. Uno de sus grandes aciertos de enfoque, no es otro que el de la inversión de roles. Así,  para una amplia mayoría de espectadores el mísero y ambicioso abogado  acaba imponiéndose en el cuarteto protagonista como el tipo más lógico y honesto, frente a la miserable Jane Fonda de tercera, que hoy escribe sobre la hambruna en África y mañana quiere salvar a las ballenas, sin jamás implicarse en nada, más allá de seguir las modas de lo políticamente correcto. La audiencia descubre así que siente empatía por uno de los terribles tiburones que han provocado la crisis mundial, habida cuenta que la suya es la postura más sincera de las cuatro. Por tanto, este film tiene un poso de pesimismo y total descreimiento frente a la nueva sociedad del siglo XXI, que no es más que un gran espejismo, que ya se anticipaba en El escritor (The Ghost Writer, 2010), convirtiéndolo en posiblemente el más político de todos los firmados por el autor.

El resultado es magnífico y sobre todo necesario. Cinematográficamente es una lección de sabiduría expositiva y control de los diferentes elementos del relato. Se ha hablado bastante, en los últimos días, de la tal vez excesiva fidelidad respecto a la obra original, con apenas un par de añadidos como las secuencias en el baño. Igualmente, se ha mencionado que estamos frente a un trabajo muy comprimido. Curiosamente, a este crítico, la peculiar duración, apenas 80 minutos, le ha parecido todo un acierto, y más en unos años caracterizados por títulos que precisan de duraciones interminables para cantar sobre los males del mundo, sin llegar a ninguna parte, o dibujar las peleas entre robots de juguete del espacio exterior. En apenas una hora, y con el imprescindible apoyo del texto de Reza, el cineasta se muestra más audaz y crítico con su película que muchas de las cintas que se autodefinen como políticamente útiles; y es que Polanski ya nada tiene que demostrar, ni quiere convencer a nadie con discursos engolados o panfletarios. Por encima de todo, tras una etapa iniciada tras la firma de su última gran obra maestra, La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), otro soberbio ejemplo de traslación fílmica y consecuencia político-moral, un tanto académica, vuelve a demostrar lo que en fondo siempre se la ha dado mejor: la narración. Con cuatro intérpretes (todos ellos espléndidos, en concreto un magistral Christoph Waltz, que por cierto debería dejar de lado los memos blockbuster para centrarse en este tipo de propuestas, que efectivamente no abundan en el cine coetáneo) y un único escenario, crea una perfecta coreografía cinematográfica que atrapa al espectador desde el arranque. Tal vez, sólo hay un pero que discutir, el primer y último plano, que muestran el inicio del conflicto y su resolución. A pesar de proporcionar, sobre todo en el último, que acompaña a los títulos de crédito, un irónico guiño, no dejan de suponer una redundancia.

En definitiva, Un Dios salvaje es una pieza admirable que una vez más devuelve a la gran pantalla a uno de los creadores más apasionantes de los últimos cincuenta años.