Perros de paja

De cuando ya no existen los otros

Cabría preguntarse por qué a estas alturas, cuarenta años después de que Peckinpah estrenara Perros de paja (Straw Dogs, 1971), alguien se plantea (o quizás incluso considera necesaria) hacer una readaptación de su película. Las razones más obvias, las de aprovechar un título harto conocido para sacar provecho en taquilla, no han tenido (al menos en España) los resultados esperados, pues el remake perpetrado por Rod Lurie ha sufrido una limitada distribución en nuestro país; sin embargo, esa pregunta, el porqué como generador de discurso, debería llevarnos a reflexionar sobre qué ha cambiado en David y Amy (en nosotros) en estas cuatro décadas.

Lo más interesante de Perros de paja (de cualquier de las versiones) son las batallas enfurecidas que plantea entre frentes totalmente contrarios, entre alternativas harto distintas de cómo afrontar la vida y el mundo: lo urbano vs lo rural, la razón vs la emoción, la civilización humana vs el salvajismo natural. Pero más interesante aún resulta que todas esas guerras acaban por estrellarse en el núcleo más íntimo de nuestra sociedad: la pareja, ese lugar en el que todo nuestro sistema de valores se establece para luego trasladarlo al exterior: la familia, los amigos… Sí, en Perros de paja hay violaciones, hay provocaciones sexuales, hay violencia y muertes sangrientas…, pero lo más monstruoso de la propuesta es la incapacidad de una pareja por lidiar con sus diferencias, las cuales acaban por dinamitar su relación y por extrapolar la violencia de sus conflictos hacia el exterior.

 

Huelga decir que Rod Lurie no logra arañar interés a su predecesor y que, puestos a elegir el visionado de una y de otra, la de Peckinpah resulta una película mucho más directa y honesta, menos hipermusculada a base de la ingesta de anabolizantes (chicos y chicas guapos, el American way of life sacado de anuncio, con sus respectivos rednecks atolondrados con ese football que se juega, incomprensiblemente, con las manos; es decir, todo listo para su consumo fast-food en multiplex). Sin embargo, somos hijos de nuestro tiempo y quizás tengamos aquello que nos merecemos, por lo que observar cómo Rod Lurie adapta el guion de Peckinpah a la actualidad (a lo que somos o a lo que él cree que somos), no deja de darle a Perros de paja, el remake, una capa de terror añadida. Así, la inocencia o la bondad de la que hacía gala el David de Dustin Hoffman ha pasado a ser con James Marsden una ilimitada incapacidad de aceptación de uno mismo, un profundo complejo de inferioridad que acaba por verse proyectado en aquello que, supuestamente, él más quiere: su pareja.

Amy, la susodicha, pasa de ser instigadora de la primera versión a víctima en la segunda, pues es posiblemente el personaje que más ha cambiado de la original al remake, en un ejercicio franco de lo que ha sido la evolución del papel (y la consideración) de la mujer en las últimas décadas. Mientras la violencia soterrada de la Amy de Peckinpah (aquella que actuaba tan salvajemente como sus convecinos de Cornwall, Inglaterra) generaba en David el (re)surgimiento de la bestialidad, de los instintos básicos de protección cuando está siendo sometido a un ultraje constante de su condición de individuo; la Amy de Lurie ha madurado su postura, no necesita atosigar a su pareja para sentir que no es el sexo débil, ni provocar a sus vecinos para (de)mostrar su poder. David, en cambio, tiembla ante el nuevo estado de situación y no tarda en perder su poder para cedérselo al exterior. Y cuando los otros huelen el terror, se hacen fuertes.

Lurie propone, finalmente, una interesante lectura (siempre en contraposición a la película que reelabora) de la masculinidad y sus complejos, de cómo aquel chico sensible y culto que interpretaba Hoffman ha sido absorbido por su complejo de inferioridad ante una mujer liberada, autónoma, que ni busca provocar para reforzar su autoestima ni se siente insegura ante el despliegue intelectual de su pareja. Los primeros Amy y David declaraban al final de Perros de Paja no saber volver a casa: algo había cambiado en ellos, en uno y en otro. En el remake, un David ensangrentando observa la destrucción generada por él mismo, un granero en llamas y un «los he matado a todos»… Su chica queda en un segundo plano, observando la escena como Carey Mulligan observa la escabechina del ascensor provocada por Ryan Gosling en Drive (Nicolas Winding-Refn, 2011). Tras esta primera década de siglo XXI, Lurie ha entendido que ya no hay lugar para finales grupales, que la humanidad está sola y perdida, y que tiende a destruir antes que a construir. Destruimos a nuestra pareja, destruimos a nuestros amigos, destruimos a nuestros padres, pero también a las películas que no entendemos, a la gente que no queremos entender y a todos aquellos que conforman los otros.

Peckinpah situaba a David defendiéndose del terror exterior, aunque parte de él viviese en su propia casa. Lurie, en cambio, propone que hemos aceptado ya como válida y veraz la máxima de que el terror está entre nosotros, está en nuestras casas, por lo que muestra a su protagonista ninguneando todo lo propio. El miedo al otro ya está más cerca que nunca, en la pareja, en la vampirización, en girarnos y que nos la clave la persona a la que más queremos. ¿La solución? O ceder o inmolarnos.